El mundo era un lugar oscuro y aterrador, frío, lleno de peligros y cosas horrorosas que rehuían de la luz. Las noches eran tan largas a veces, cuando había tormenta y todo al rededor era ruido, cuando la casa crujía por el viento que silbaba corriendo a toda prisa entre las casas del barrio, parecían terribles lamentos de almas en pena y él, indefenso, insomne, temblando entre las sábanas, se preguntaba por qué Dios habría sido tan desconsiderado con los niños al hacer las noches tan horribles, largas y solitarias. No había terrores nocturnos, no había siquiera pesadillas, porque muchas veces no lograba conciliar el sueño durante toda la noche, parecía que duraría eternamente, pero un sonido, preciso, lo hacía recobrar la esperanza y como mágicamente, veía iluminarse con lentitud los muros de su habitación al clarear el cielo matutino; era papá que llegaba y auguraba con ello el inicio de un nuevo día, él avisaba al cielo que la noche había acabado, abría la puerta al sol cuando entraba. Papá era para él, el héroe de la luz.
No hablaba jamás de su profundo miedo, era incapaz de dormir pensando en cuánta criatura maligna, escamosa, babosa, peluda o como fuere, estaba atrás de cada sombra posible, acechando, esperando el momento en que él cerrara los ojos para arrancar sus pies de un mordisco. Entonces se preguntaba a sí mismo, por qué los pies y se le ocurrían tantas otras cosas que el monstruo podría querer devorar de su pequeño cuerpo y las maneras más horribles de hacerlo; el sueño se espantaba y así pasaba noche tras noche, con la nariz asomada por sobre las cobijas y las manos temblorosas apretadas contra sus pómulos y afirmando las sábanas, observaba ese incómodo y negro rincón tras el escritorio, no había forma de saber si algo estaba moviéndose ahí porque era imposible ver, pero él podía sentirlo, sacudiéndose de vez en cuando, alistándose para atacar en cuanto él cerrara los ojos.
No recordaba cómo había empezado todo aquello, ese miedo visceral que le estremecía todo el cuerpo, cómo deseaba poder dormir con mamá, pero ella no se lo permitía, decía que con seis años ya estaba grande para esas cosas.
Un día, llegando del colegio, entró a su cuarto a cambiarse de ropa y había algo en su cama: un payaso de trapo. Siempre fue reacio a la imagen de los payasos, sin embargo ese le gustó, algo tenía en su rostro, en sus negros ojos de botón, que le parecía agradable y hasta acogedor. Lo tomó con cuidado, se veía muy frágil, delgado, su cuerpo se componía de un núcleo ovalado de algodón, sobre éste habían tres botones hechos de género pegados sobre un traje de tela de donde salían sus brazos y piernas, terminando en los extremos con un par de manos también de algodón y zapatos de género, al extenderlo sobre la cama, parecía una estrella, con su gorro largo y en cuya punta había un pequeño pompón igualmente de género; su cabeza era redonda, sus ojos eran botones negros perfectamente alineados, su nariz era también redonda y roja, tenía una sonrisa amable y bajo ella, una humita hecha de cinta; tenía cabellos rizados de un amarillo casi dorado y verde. Lo tomó y llevó a su madre, quien le dijo que era un regalo por su buen comportamiento en el colegio, ya que se aproximaba fin de año y le pareció que por su composición suave y blanda podría servirle como un compañero en sus aventuras de sueños. Él sonrió encantado con la idea, lo miró e inmediatamente lo bautizó: Ylliw. Lo abrazó muy contento y fue a su cuarto.
Ylliw tuvo pronto un lugar especial y exclusivo en la vida de Martin, la madre se dio cuenta de que hablaba con él como si fuera su amigo, cosa que no hacía con otros juguetes, pero supuso que no estaba mal que a esa edad tuviera un amigo imaginario, con mayor razón si era uno que ella pudiera ver. Como madre, estaba al tanto de que el niño tenía problemas para dormir y pensó que de la manera en que lo hizo, con mucho tacto y comprensión, darle un pequeño apoyo a su hijo para que pudiera sentir que superaba sus problemas solo, estuvo acertada y se sentía tranquila con ello.
Las vacaciones de verano iniciaron y Martin no se separaba jamás de su payaso, hasta lo llevaba a la mesa cuando comía y cuando su padre le decía que corriera "eso" él respondía: "no es 'eso', es él", lo que originó más de un par de discusiones, dependiendo del ánimo con que se encontrara el padre.
Las noches seguían siendo largas, pero ahora un poco menos, ya que tenía con quien conversar, a quien abrazar si tenía miedo o frío. Ylliw llegó entonces a conocer todos sus pensamientos, sueños y por supuesto, sus miedos. A Martin le parecía que su amigo siempre estaba my interesado en lo que él le hablaba, en especial cuando se trataba de aquellos horridos monstruos que le acechaban desde los rincones, sí, Ylliw era el mayor fanático de sus teorías, y aunque no sabía cómo eran exactamente esas criaturas, pues realmente nunca las había visto, su compañero le oía atentamente cada palabra de su exhaustivo estudio de monstruos nocturnos y jamás se perdía una sola cátedra. Una noche, ya cansado, pues había salido de compras con su madre y no había dormido su acostumbrada siesta, -de lo contrario no habría resistido tantas noches de mal dormir- se permitió cerrar los ojos un instante, confiando la vigilancia a su amigo sólo por un momento; despertó por la mañana con los primeros rayos de sol, desconcertado y algo desorientado comenzó a buscar a Ylliw entre las cobijas, no estaba; miró a la izquierda de la cama, no estaba; miró entonces a la derecha y lo encontró, tirado en el suelo. Extendió sus brazos inmediatamente para recogerlo, pidiéndole perdón por tal desconsideración de haberlo tirado al piso estando dormido, todo esto mientras lo levantaba de la alfombra; al tenerlo frente a su rostro notó algo extraño: le faltaba un botón de su traje.
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