Encuentros picantes en el hotel

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En un viaje de trabajo, paré en un hotel de una pequeña ciudad caliente y después de acomodar mis cosas en la habitación me dieron deseos de bajar al bar a relajarme con algún coctel delicioso. Iba apenas hacia el ascensor y al pasar frente a un cuarto con la puerta abierta me dio por girar la vista hacia adentro… Paré en seco. ¡Qué espectáculo se me ofrecía! Estaba echado sobre su cama, boca abajo, con apenas una tanga diminuta, un muchacho que, a juzgar por su piel, sería unos cinco años menor que yo.

Claro que lo podía juzgar por su piel, plenamente expuesta, aparentemente exhibiéndose con morbo; clara y tersa, con vellos excitantes y algunas pecas en la espalda y las piernas; piernas gruesas en sus muslos y contorneadas en las pantorrillas, levantadas insinuantemente y rematadas en tobillos pulidos y pies de muñeca. Sus nalgas, dejadas al descubierto por la tanga “hilo dental”, eran pompas y tan blancas y bellas como las piernas y la espalda, provocativas y separadas por ese surco que apenas alcanzaba a cubrir el hilo de la prenda. Debajo, bien acomodado, parecía llamarme a voces el bulto, grande, cubierto por la poca tela que tenía la tanga, estampada con figuritas verdes, rosadas y lilas que denotaban la delicadeza de su propietario.

Se le notaba relajado, con la cabeza apenas visible, hundida en la almohada. Le tomé una foto con mis ojos, sin necesidad de cámara; se me quedó la imagen intensamente grabada en el cerebro y no la pude apartar de mi mente durante todo el rato que estuve saboreando el trago y hojeando alguna revista sin apenas prestar atención a sus titulares.

Pasé a comer al restaurante y luego subí en el ascensor, esperando con ansiedad verle de nuevo, pero encontré bien cerrada su habitación. Me lavé los dientes y me puse a leer, dando algunas salidas a otear hacia aquel cuarto, sin resultados exitosos. Al día siguiente, regresé de mi misión a media tarde, otra vez con ansia de repetir el encuentro previo y hasta me atreví a preguntar a una aseadora por el joven del cuarto 408, con la desconsoladora respuesta de que había entregado a las once de la mañana.

Resolví irme a la sauna, donde se tiene la ocasión de observar cuerpos, sin sospechar que allí era donde me esperaba una nueva sorpresa. Entrando nada más, antes de ingresar al cubículo a desnudarme, lo vi allí (debía de ser otro, porque el de la víspera entregó habitación): un cuerpo de maravilla, completamente desnudo, también blanco y terso, velludo y pecoso, muslón, culón, con las nalgas bien separadas por ese surco y un bulto grande, pero todo a la vista, sin tanga, excitante. Por la emoción, no he contado en qué posición se encontraba, la que le aumentaba su belleza, su sensualidad, su morbo, su pose invitadora: estaba de espaldas a mí, con su cuerpo erguido descansando sobre sus piernas tendidas en el piso, bien abiertas y dobladas sobre sus rodillas y el rostro medio vuelto, como a la espera de que alguien llegara. 

Efectivamente, “me” estaba esperando, porque me picó un ojo y me regaló una linda, una dulce, una excitante sonrisa, y se movió un poco, como reacomodándose para esperarme a que me desvistiera. Yendo hacia el cubículo, le eché un nuevo vistazo a ese culo grande, de orificio bien abierto, todo rasurado, igual que los genitales que no se veían del todo por estar de espaldas, pero apoyados maliciosamente sobre un talón.

No tengo que contar todo lo que hicimos sudando al calor de ese recinto que estaba solo para nosotros; todavía se me eriza la piel al recordar sus excitantes caricias; se me hace agua la boca al evocar sus besos apasionados; se me agranda el pene buscando con desespero repetir entrada en ese orificio que se abrió ansioso.

De todos modos, tengo su número telefónico para buscarlo de nuevo cuando vaya a esa ciudad. Además, hay una ganancia: sin egoísmo, me dio el número del muchacho de la atrevida tanga, con quien me contó haber pasado una noche apasionada y que vive en mi propia ciudad; ya lo llamé y no lo encontré, pero seguiré insistiendo.


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