Los niños estudian después de hacerse las respectivas camas y desayunar. Mi marido, encargado en un Mercadona, se va a su trabajo y me dejaba con un beso, un «te quiero» y tres infantes confinados en casa durante todo el día.
Al principio no resultó difícil. Era solo cuestión de ordenar tareas y horarios. No saldríamos de casa tal y como habían ordenado las autoridades.
En un día de confinamiento, mientras pasaba la mopa, la mayor me ha preguntado por el significado de la palabra coito. Con ayuda del mango de la mopa y un guante le fui explicando el asunto. La segunda pidió que le ayudara a resolver el dinero que le quedaba a Pepito tras sus compras. Trascurrieron un par de horas de relativa calma hasta que llegó el recreo. Al tiempo que una de las niñas destrozaba el parqué con sus patines, la otra destruía la «Oda a la Alegría» de la novena de Beethoven con su flauta. Comprendo que frente a alumnos como mi hija, el compositor hiciera lo más inteligente: quedarse sordo. De pronto me di cuenta de que mi hijo estaba extrañamente callado. Fui a su habitación y lo encontré pintando las paredes con el contenido de su pañal. Emulando a los artistas de Altamira, las paredes se encontraban bellamente decoradas con el contorno de sus manitas en marrón.
Mientras en la cocina voy dando forma a las croquetas, mi hija Bárbara que tiene aspiraciones a peluquera de alta gama, ha cogido la afeitadora de su padre y ha hecho una réplica de las líneas de Nazca en la cabeza del benjamín de la familia. Toda una creación. Gracias a Dios no va a salir en unos días.
Ahora me acabo de enterar. Esto se podría ampliar hasta mayo.
En la radio oigo «Resistiré»… ¿seguro?
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