Polvo y silencio

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¿Hace cuánto tiempo no le escuchas decir un “quédate conmigo para siempre”? Sí. Lo sabes exactamente. La última ocasión fue en dos oportunidades: la primera, cuando tocó urgentemente la puerta y pidió tu ayuda para meter la ropa que colgó a secar en el alambre de púas:

Tormenta de arena –dijo apurada, sonriendo tímidamente- ayúdame.

Saliste en el acto.

Se quedaron parados, viendo en la lejanía la inmensa nube de polvos y óxidos nómadas.

Quédate conmigo para siempre –dijo sin mirarte, parecía hablarle al viento. Tu silencio no fue novedad. La viste dar media vuelta y retirarse a la tienda.

Asegúrate de guardarla bien –confirmó antes de entrar- el polvo arruina la ropa, y también el amor.

Más tarde vino a buscarte con la cena lista, y sucedió lo que sucede cuando se conjugan las almas hambrientas con los cuerpos necesitados.

Quédate conmigo para siempre – te repitió al oído mientras se acaballaba parsimoniosamente sobre tu cuerpo. Su aliento tibio, sus manos aferrándose a tu cabello, su muerte extasiada y su resucitar instantáneo en cada vaivén,  su pecho fundido en tus pómulos y las líneas ciertas de sus manos, esas donde crees que podría estar escrito tu destino.

Estamos en ese punto donde el amor puede confundirse fácilmente con un pecado capital –respondiste, nada más-.

2

Los días pasan y las noches vienen, pero aquí siempre es mayo, o casi siempre. El tiempo solo se altera en diciembre con las hordas de turistas exasperantes que vienen a fotografiar el cráter que dejó la estación espacial internacional, se entretienen comprando los restos metálicos que no han sido tragados por el polvo eterno. Tu llegaste aquí de esa forma, y sigues esperando un auto que vaya a ninguna parte. Quieres huir de todo, ¿no entiendes que en realidad huyes de ti mismo?

Solo hay paz cuando está contigo, una paz que se altera y se reforma con su sola presencia, en especial cuando se desnuda y te vuelve a parir en tu sitio, a veces en un derroche de imaginería digna de circo, a veces en amores lentos que el mosquitero acartonado observa imperturbable.

Al fondo ella duerme la siesta, con el cabello despreocupado, recostada sobre su vientre divino, descansa con la gracia de un dragón satisfecho. El sol vuelto arena se cuela por las persianas y reclama el territorio de su espalda, empieza por el remolino de cabello detrás de la oreja izquierda y baja hasta el lunar extenso que se pierde debajo de las sabanas, se detiene ahí, en la frontera de sus caderas rebeldes. Recuerdas entonces que alguna vez quisiste leerle el destino en la forma del lunar y no alcanzaste a hallar nada en la penumbra de las adivinaciones. No lo sabías aún, hasta que ella presumió que los mazos más penetrantes del tarot la encontraron inescrutable.

Te sentiste tan mundano, tan vulnerable, tan suyo. Y te resumiste al silencio.         

3

Afuera la canícula vive su punto álgido, el aire se ha vuelto espeso por la falta de uso y el silencio podría morderse por la nitidez con la que se escucha, es casi palpable. Sigues pensando en lo de aquí dentro.

El ventilador de techo te observa desde su inutilidad, se apiada de tu exceso de amor propio; aquella mosca zumba, intenta escapar de las telarañas oxidadas. Quisieras no haber tenido la discusión pasiva de hace unas horas:

No aceptaré el dinero –dijo con tono seguro, bebiendo con parsimonia, sin dejar de mirar el piso empolvado-. En primera, no soy una mujer que se renta, dos, no encuentro el sentido a cobrarte por algo que disfrutamos ambos, y tres… porque lo haría con cualquiera que estuviera por aquí. Piénsalo forastero, si mañana llegara otro candidato podría acabarse tu suerte.

No es cierto –dijiste mientras estirabas el brazo para coger el vaso y dar el último sorbo al Matusalem arcaico. Ella se encogió de hombros.

Puedes creerlo o no –respondió, reparando en tu presencia-, pero es la verdad pura que habita mi pecho.

Después se dio media vuelta y fue a soñar con los laberintos de hortensias que dice haber conocido en una vida pasada. Habla dormida y se ríe mientras observan un atardecer en Tropicana… la realidad es que aman soñarse el uno al otro, sea dormidos o despiertos.

Te incorporas de la silla y avanzas lentamente hacía las persianas, entiendes que es momento de parar con  tanta tontería, no hay más dudas.

¿Qué piensas? –preguntará al despertar-.

Quédate conmigo para siempre –le dirás, indefenso-.

¿Para siempre? –contestará ella-.

Por favor –responderás sin remedio-.


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