Encendió su cigarro y miró al infinito con aire pensativo. Una habitación oscura, desordenada; una botella de alguna bebida alcohólica medio vacía sobre la mesa, junto a un cenicero colmado de restos de tabaco y marihuana. Una guitarra descansaba en un rincón, cerca del equipo de música desde el cual, rasgando el silencio de esa noche, Eric Clapton cantaba lamentando la muerte de su hijo. Depositó lentamente el cigarrillo encendido en el cenicero y se dirigió al cuarto de baño. Una luz cegadora iluminó la estancia, permitiendo que ella se vislumbrase en el espejo, que le mostró una imagen demacrada, pálida y ojerosa que en nada se correspondía con lo que había sido tiempo atrás. La droga, el alcohol y otros vicios la habían conducido al borde de un precipicio del cual veía imposible alejarse.
−Lo siento, no puedo hacerlo.−Murmuró para sí misma, como si realmente necesitase pedir perdón.
Estiró el brazo para alcanzar la cuchilla, todavía con restos de un sospechoso polvo blanco en su metálico y brillante filo. Armándose de valor, efectuó un profundo corte desde su muñeca hasta el codo, atravesando en línea recta la cara interna del antebrazo. Se recreó en la visión de su sangre brotando de la herida y cayendo al suelo, manchando las baldosas. Después de tanto tiempo, se sintió libre y una macabra sonrisa se esbozó en su anteriormente bello rostro. Su corta e intensa vida fue consumiéndose lentamente, al igual que el cigarrillo que había abandonado sobre el cenicero. Finalmente, solitario en la penumbra de la habitación, el cigarro se apagó.
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