ALUMNO EXPULSADO

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Una noche de mis 18 o 19 años, como tantas otras fui expulsado de clase por el profesor de latín. A esas horas en las que en muchos hogares hierven sopas en las cocinas y los más pequeños ya se van a la cama.
Me quede en el aula contigua a la mía, que a esa hora estaba vacía como la gran mayoría a esas horas.

El servicio de limpieza no empezaba hasta pasadas las diez de la noche o incluso más tarde, hasta que ya no quedara por allí ni alumnos ni profesores molestando y pisándolo todo.

Las sillas individuales parecían haber sobrevivido a una explosión, dispersas, tiradas sin orden ni concierto. En el encerado los últimos ejemplos de la clase de inglés escritas con diferentes caligrafías de los alumnos que no dominan las proporciones y espacios de tiza pizarra. Papeles por el suelo y la papelera vacía, volcada como no podría ser de otra manera en una clase repleta de acné. El aula semejaba un mundo del que repente la humanidad hubiera desaparecido y solo quedasen evidencias de su paso por el caos reinante. El zumbido de los fluorescentes cuya función en este mundo es levantar dolores de cabeza en las largas horas de ejercicios.

Me senté en una de las sillas de la primera fila. Tan cerca del encerado y de la mesa del profesor de turno, sentía una extraña sensación. Como el niño que se prueba a escondidas las americanas de su padre intentando absorber así algo de su autoridad. Envidiaba a los alumnos que ocupaban esas sillas “vip” atendiendo sin ensoñaciones masturbadoras las explicaciones del profesor y anotando síntesis y ejemplos en sus pulcros cuadernos con sus relucientes bolis de diferentes colores. Alumnos que, al acabar las clases se sentían en paz consigo mismos.

Allí sentado y separado de la clase de al lado tan solo por una mampara de madera escuchaba claramente al profesor de latín que me había expulsado, hablando con una energía envidiable, como si fuera la primera vez que intentaba hacer entender a sus atentos alumnos eso de las declinaciones.
De vez en cuando se oían las aflautadas voces de los alumnos preguntando, involucrados en el curso de unas explicaciones, que a mí ya se me habían negado, por haber perdido la base muchos meses atrás.

La envidia, la impotencia y la rabia llenaban mis sensaciones en esos instantes. 
Para esconder mis miedos y que nadie descubriese mis deseos de pertenecer a ese otro lado del que entendía ya me era imposible pertenecer, potenciaba frente al profesorado ese rol de alumno conflictivo, ese rol que algunos compañeros y en ocasiones puntuales, parecían envidiarme. Pero entre ellos y yo existía una enorme diferencia, ellos jamás se hubieran cambiado por mí.

Llevaba años aprobando cursos por la gracia de dios, de chuletas y de aprobados justos memorizados la noche anterior o copiados las más de las veces del compañero de al lado.
Sentado allí con el blanco zumbido de los fluorescentes clavándose en mis neuronas la sensación de marginalidad era apabullante. Sentía pena y asco de mí mismo. Impotencia ante lo evidente de que ya no me sería posible agarrar ese tren que pitaba alejándose más y más.

Han pasado más de treinta años y aquellas mariposas que revoloteaban en mi cabeza escaparon hace mucho. Pero a menudo mi vida transcurre durante horas, días y semanas en esa aula que sigue separada del mundo por una finísima lamina de madera. Escuchando el fluir de la vida de los demás.
En mi clase vacía aún no ha pasado el servicio de limpieza, al lado, la vida sigue, las oportunidades se acaban.
Me convertí en un alumno de la vida que se auto expulsa cada día.

 


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