Cada tercer día, a las ocho, tienen citas de las que ella nunca se ha enterado.
Él cierra los ojos y la coge de la mano, se dejan guiar por el olor vivido de campos de tulipanes. A veces alimentan a las medusas cocodrilo de alguna película imaginaria que él ha filmado para la hija que tendrán juntos. La semana pasada estuvieron bebiendo malteadas en un localito de la luna, hasta que los meseros mal encarados voltearon las sillas sobre las mesas para indicarles que era hora de marcharse.
En la última oportunidad asistieron a la coronación de la reina del hielo, estuvieron por ahí hasta tarde, inquietando con sus preguntas incómodas a las princesas invitadas. Preguntas coloradas, por supuesto.
Y ella no lo sabe. De vez en cuando lo mira con recelo a través del cristal, le extraña su sonrisa pacífica y los gestos extraños que hace aún con los ojos cerrados, desconfía especialmente de su movimiento en el brazo, pareciera que sostiene a alguien de la mano: ¿cómo puede llevar esto con tanta menudencia? –se pregunta en secreto, sonríe desajustada.
Todos los días, a las nueve, finalizan las citas de las que ella nunca se ha enterado.
Él abre los ojos… renovado, radiante, a pesar de que su sesión es más larga. Un cronómetro sobrenatural le avisa que está por marcharse. La observa subir a la silla con ruedas, y a su madre colocarse detrás para impulsarla. El tiempo tiene un conato de infarto mientras ella se despide de enfermeras y médicos, con el aspaviento de un terremoto, con el hechizo de sus ademanes eléctricos, con la energía de su tesón poético.
Aquí viene, saliendo por la puerta de enfrente, pasará mirando de reojo al loquito ese que le hace las quimioterapias menos dolorosas.
Y él no lo imagina, pero la musa de sus desvaríos le regalará pronto una sonrisa para devolverle el favor de sus ánimos callados.
Hasta la siguiente cita.
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