EL ENCENDEDOR
Se había propuesto dejar de fumar de una vez por todas.
Anteriormente había probado todos los medios habituales, tales como parches, aerosoles, hipnosis, cigarrillos sin nicotina, medicamentos (zyban y chantix), goma de mascar, caramelos, roer zanahorias, palitos de canela, mondadientes, pipas de girasol, etc.
Compró y leyó libros y folletos de autoayuda, pagó clases particulares, acudió a 3 psicólogos, se hizo miembro de “fumadores anónimos” e incluso aprendió a tejer para tener las manos ocupadas.
Pero todo fue en vano; una y otra vez reincidía en el hábito al cabo de poco tiempo, reanudando con nuevos bríos su inveterada costumbre de fumar como un carretero, llegando en ocasiones a recuperar el tiempo perdido aumentando la dosis diaria de cigarrillos..
Desesperado por el fracaso de los métodos conocidos, buscó soluciones menos “científicas”, pero más drásticas.
En primer lugar se le ocurrió arrojar al fuego de la chimenea el paquete de tabaco, pero eso solo sirvió para que se chamuscase las manos al tratar de recuperarlo de entre las llamas, en un súbito arrepentimiento.
Ideó un nuevo sistema, consistente en espachurrar con el talón de sus zapatos la cajetilla recién comprada, de modo que los cigarrillos quedasen tan planos como si les hubiese pasado una apisonadora de asfalto por encima.
Este procedimiento tampoco funcionó, pues arrepentido al instante, recogía la cajetilla del suelo y con paciencia infinita lograba, al cabo de mucho tiempo, que los pitillos recobrasen algún remoto parecido con su forma original y pudieran fumarse, aunque con grandes dificultades.
El plan de lanzar el paquete por la ventana del salón, tampoco dio los resultados apetecidos. No bien la cajetilla estaba describiendo una parábola mientras se aceleraba en el aire camino de la calle, cuando él se precipitaba por las escaleras bajando los peldaños de tres en tres hasta la portería, con el fin de rescatarla. Llegó a darse el caso, en una ocasión, que se dio tanta prisa en bajar, que llegó a la calle antes que la cajetilla, por lo que pudo recuperarla al vuelo. También sucedió en más de una ocasión, que al llegar a la calle, contemplaba desolado que el paquete había desaparecido, capturado por un benefactor de sus pulmones, a quien enfurecido, deseaba que se le comiesen vivo las termitas, después de contraer la lepra.
Ante el fracaso de los lanzamientos, se le ocurrió esconder la cajetilla donde no pudiera encontrarla, de modo que programaba el despertador a altas horas de la madrugada y cuando sonaba se desplazaba somnoliento y a oscuras por toda la casa buscando un escondite para el paquete y allí lo depositaba. Chocando con todos los muebles volvía a la cama y se dormía plácidamente hasta el día siguiente. Al despertarse, satisfecho, no recordaba en absoluto donde había escondido la cajetilla, pero tras tomarse un café, la necesidad de fumar era tan imperiosa que ponía su pituitaria a trabajar, de modo que rastreando con la nariz como un sabueso, no tardaba ni cinco minutos en dar con la ansiada prenda.
Entonces se le ocurrió un método sencillo: saldría de casa sin dinero en los bolsillos y así no podría comprar tabaco. La argucia le duró solo una semana, por cuanto ante los deseos imperiosos de fumar se compró una pistola de juguete con la que procedía a atracar a los viandantes. No habían transcurrido ni diez días de exitosos atracos, cuando el viandante de turno se identificó como policía fuera de servicio, quien tras “desarmarle”, le invitó a seguirle a la comisaría, donde dejó impresas sus huellas dactilares, fue interrogado concienzudamente por el inspector jefe y acabó con sus huesos en el calabozo lleno de ratas.
Al día siguiente fue conducido, esposado, para declarar ante el juez, quien lo dejó libre con cargos, bajo una fianza considerable.
Probó seguidamente a destrozar los pitillos en el hueco de la mano haciéndolos añicos, pero como se arrepentía de inmediato, recogía la picadura y se liaba con ella nuevos cigarrillos con papel de fumar, que aunque no tan sabrosos, no dejaban de cumplir su función.
Entonces pasó a desprenderse del tabaco, ofreciendo cigarrillos gratuitos a todo el que pasase por su lado, pero sorprendentemente la gente resultó ser muy recelosa y únicamente los mendigos aceptaban el obsequio, de modo que se convirtió en un nuevo fracaso
Tras este cúmulo de derrotas, se sentó a cavilar y llegó a la conclusión de que con métodos expeditivos no iba a llegar a ninguna parte y que lo que debía hacer era idear un sistema que le obligase a dejar el tabaco poco a poco, no de sopetón.
Un buen día se le iluminó la bombilla en el cerebro y se dijo que había encontrado un método infalible. Se trataba de demorar su condición de fumador, pero por un tiempo límite que no fuese ni largo ni corto, y ahí entraba en juego su pericia a la hora de administrar el tiempo.
Consistió en comprar 10 mecheros idénticos en el estanco, con los cuales encendería los cigarrillos que fumase, , hasta que se agotase el último de ellos, momento en el que dejaría de fumar para siempre. Ese mismo día hizo la compra, adquiriendo los desechables más eficaces del mercado, para que no fallasen en su cometido.
Comenzó a fumar al mismo ritmo que solía y comprobó que el primer encendedor le duró 16 días, hasta que se agotó. Hizo entonces sus cálculos, llegando a la conclusión de que en algo más de 5 meses alcanzaría el ansiado estado de ex-fumador..
Pero al consumirse el segundo encendedor pensó que la cosa iba quizás demasiado rápida, y al utilizar el tercero colocó la llama en posición de mínima potencia y únicamente lo hacía funcionar bajo techado y lejos del viento, pues no quería tener un solo fallo en su funcionamiento. De este modo alargó la vida del tercero y el cuarto en 6 días, pasando su duración a 22 días.
De este modo llegó al quinto encendedor, contando con que para entonces le quedaban 132 días para dejar de fumar ,o sea cuatro meses, por lo que se comenzó a inquietar. Ensayó una eficaz manera de ahorro de combustible, consistente en aspirar fuertemente el pitillo nada más aparecer la llama, de manera que en un suspiro quedaba el cigarrillo prendido y el encendedor apagado. El quinto y el sexto, utilizando el método de aspiración ultrarrápida le duraron 28 días cada uno.
Al comenzar el séptimo encendedor, calculó que de no poner remedio la quedaban tan solo 112 días de fumeteo, es decir tres meses y 20 días. Entonces decidió que podía de vez en cuando encender un pitillo con la colilla del anterior, pues a fin de cuentas la llama originaria provenía del mismo encendedor, así que no se podía considerar como una trampa. Mediante este sutil procedimiento alargó la vida de los encendedores séptimo y octavo hasta los 38 días.
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