Todo comenzó al ser despedido como ayuda de cámara del patriarca de una rica familia que desde su ático, en un enorme hotel de lujo, lo estaban sacando de malas maneras acusándolo de robarles dinero. Él, por supuesto, se defendía de aquellas acusaciones a gritos pero nadie parecía querer hacerle caso. En la habitación, no menos de seis personas, le increpaban y empujaban hacía la salida en el Hall.
Ya fuera de la vivienda y a punto de llorar de rabia, se percató de que todas las puertas de las restantes habitaciones estaban abiertas y que desde ellas salían al hall muchísima gente.
Recordó que todas sus pertenecías estaban dentro del ático e intentó buscar ayuda, ya que sabía que no le dejarían volver a entrar después de haberle echado de aquella manera.
En un principio no se percató de lo familiar que eran todas y cada una de las personas con las que se encontraba, hasta que uno de ellos se plantó inmóvil ante él. Un chico joven con barba, gafas y con un reluciente uniforme militar. Apenas había comenzado a pedirle ayuda para recuperar sus cosas, agarrándolo incluso por la solapa, cuando de repente le reconoció como un antiguo compañero del ejército, quien le había pedido unos días antes de morir que le entregase una carta manuscrita a sus padres, carta que él había perdido cuando le hirieron, siéndole imposible entregar definitivamente aquella preciada misiva. No había sido culpa suya pero sentía remordimientos por ello y por no haber tenido fuerzas, después de salir del hospital, de enfrentarse a unos padres a los que comunicarle que había perdido aquel valioso mensaje de despedida.
Instintivamente no pudo más que repetir Lo siento, lo siento, lo siento, mientras el chico le ponía una mano en el hombro en confirmación de su perdón antes de alejarse y subir en un ascensor que cerró sus puertas antes de que pudiera decir una palabra más.
Caminando hacia atrás, mirando como los números en la parte superior de la puerta corredera, indicaban su descenso por el edificio, continuó buscando ayuda.
Al doblar la esquina del pasillo, una jovencita rubia, esbelta, de bello rostro y con un traje de noche azul, le increpó efusivamente la falta de sutileza de la que había hecho gala dejándola abandonada en la fiesta de fin de curso, donde se suponía iban a dar la entrada al baile inicial.
Su rostro reflejó un inesperado asombro al percatarse que aquella chica era la pequeña Susan, La Susan de su instituto, a quien también había defraudado al no acompañar en su baile tan esperado y deseado y a la cual volvió a repetir. Lo siento, lo siento.
La chica, que volvió a corear la misma acción del joven militar, le perdonó y se alejó igualmente.
Por un instante su mente pareció centrarse entre todo aquella locura en la que parecía estar inmerso, hasta que al apartar un carrito con restos de una pantagruélica cena, se topó con el rostro de su mujer de frente, quien con la llave de su casa en la mano parecía entregarle su mejor pertenecía, como dejándole lo más preciado que había tenido nunca y como cediéndole la herencia de sus vidas.
Tal como había aparecido se había esfumado. Mirando a un lado y a otro, respirando rápidamente y con dificultad, recorrió lo más deprisa que pudo el pasillo como un loco enajenado, corriendo entre toda aquella gente conocida de su infancia, sus tiempos del colegio mayor, del servicio militar, incluso familiares ya fallecidos. Ya no se asombraba de reconocer hasta el chico de color que había recibido, por error y por su buena puntería, una enorme brecha, que en un principio iba dirigida al ladrón que asaltaba día si día no a Moises el frutero de su barrio.
Ya sin acordarse de las pertenecías que había dejado en aquella habitación donde había servido hasta unos instantes antes, se sentía mejor, se daba cuenta de lo que pretendían todas aquellas personas. Querían volver a darle una oportunidad y él quería provecharla, aunque lo que más necesitaba en ese momento era volver a encontrar de nuevo a su esposa.
Corriendo abstraido, pareció alcanzarla cuando a lo lejos vio a un chaval, un simple joven que como él había tenido la mala suerte de encontrase en el lugar equivocado en el momento más desafortunado. Reconoció su rostro al instante. Incluso su nombre. El cual repetía, una y otra vez, mientras lo perseguía por el largo hall. El chico se alejaba cada vez más, como temiendo la cercanía del perseguidor, como intentando alejarse de algo que temiera de verdad, el único de todos los que paseaban por el enorme pasillo que le quería evitar a toda costa. Y de repente al gritar su nombre lo más fuerte que pudo, se despertó KIO -.
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