Tenía un puñado de pastillas en la mano, todas esperando a entrar por mi boca. Veía con atención los comprimidos, ¿cómo podían ser tan letales? Mientras debatía entre tomarlas ahora o más tarde, abrí una vez más mi carta de despedida, no quería que tuviera un sólo error.
“Aquí no hay nada,
sólo yo desolada,
atormentada,
desmoronada.
No me queda más,
no hay nada que me obligue a estar.
Detesto mi existencia,
me pesa cada carencia,
y a nada le encuentro ciencia.
Mi sueño eterno vendrá,
entonces tendré paz.
Mi dolor es tan grande
que no puedo siquiera describir una parte.
Pronto esto habrá sido un mal sueño
y estaré donde deseo.”
Era, sin duda, el peor poema jamás escrito; pero cada palabra podía sentirla. Hice bola el papel y lo boté en el retrete. Conté hasta tres antes de echarme las pastillas, fue difícil que pasaran tantas, pero lo logré con un buen trago de vino.
Me senté por última vez en la cama con mi botella en mano y otro puño de pastillas, decidí escribir de nuevo.
“Los amo más de lo que pude odiarlos.”
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