En ese momento en el que termina todo, en el que te alejas sin mirar atrás y contemplo como tu figura se va haciendo cada vez más y más pequeña desdibujándose hacia el horizonte, surgen en mi mil palabras y no acierto a decir ninguna, inútiles argumentos ante una decisión inapelable.
El ímpetu de tu partida dejó patas arriba mi mundo. En ese definitivo instante, en el que la puerta se cerraba ya para siempre, los recuerdos de los momentos vividos caen sobre mi como una losa, el aire se llena de incerteza creciente, se hace difícil respirar y el ánimo decae, herido de muerte por la indiferencia y una cierta negligencia de los últimos días.
El impacto inicial es seguido de la resignada aceptación, y con la última lágrima del cariño que nos tuvimos soy capaz de conjurar un buen deseo para esa nueva vida que inicias. Es una forma de heroísmo estúpido, de ese que tanto aprecio, en el que te inmolas por nada, al que nadie valora ni conoce, y que no tiene sentido excepto para sentir que haces algo bueno por la persona a quien amas, aunque esta ya nunca lo vaya a saber.
Pero, quizás sí que sirva. En el medio del remolino, cuando no hay timón ni esperanza, cuando ves que el viento te arranca las velas y desarbola tu vida, ese pensamiento positivo, desinteresado y sincero puede ser un pequeño rayo de luz entre las negras sombras que te rodean, efímero pero intenso, algo a lo que asirse en el naufragio de lo que fue una hermosa nave, que conoció islas y saludó faros, que se meció en las calmas y navegó en las tormentas, que tuvo rumbo muchos años, por más que ahora solo sea una olvidada ruina en el fondo de la mar océana.
Así pues, en nuestra bitácora escribiré la última entrada:
Se tan feliz como puedas,
suerte en este nuevo viaje.
Bien guardado queda para siempre en mi corazón
todo el bien que me hiciste.
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