Se despertó por el zumbido que hizo el celular cundo comenzó a vibrar sobre el colchón. Con la visión borrosa vio que le había llegado un mensaje. Sabía que leerlo sería un error. Seguramente era una trampa, otras de sus manipulaciones. Le había costado mucho tiempo, y dinero en terapia, desprenderse de esa relación nociva y asfixiante. Y apenas desde hacía unas semanas comenzó a disfrutar de su soltería, y más aún, de su libertad.
Vio que ya eran las cuatro de la tarde. La noche anterior había salido con sus amigas a un boliche del centro, intentando revivir parte de esa adolescencia que había sido interrumpida. Descubrió que a sus veintisiete años, ya no era del todo joven. A las tres de la madrugada estaba mareada, y le dolían los pies. Aun así, como último acto de rebeldía hacia su yo del pasado, se dejó seducir por un muchacho que no había dejado de mirarla durante toda la noche. Sus amigas se sorprendieron cuando la vieron irse de la mano de ese chico que parecía apenas haber terminado la escuela.
Sintió un ligero dolor de cabeza, la panza vacía le dolía. Se frotó los ojos, largó un bostezo, hizo a un costado las sábanas y el cubrecama. Su cuerpo desnudo sintió las ráfagas del aire acondicionado. Se metió en la ducha. La lluvia de agua caliente la relajaron y espabilaron. Recordó la noche anterior, la noche salvaje; el muchacho musculoso de piel cobriza entrando en ella una y otra vez, con la vehemencia que solo se tiene a los veinte años. Su cuerpo mojado, enseguida sufrió la metamorfosis causada por el recuerdo. La humedad y la inflamación se hicieron presentes.
Se secó y se vistió con un short y una remera vieja. Puso en el horno unas porciones de pizza que habían quedado del día anterior. Mientras daba los últimos bocados, el celular volvió a vibrar sobre la mesa de madera. Le hubiese gustado que se tratara de su último amante ocasional; no es que quisiera verlo de nuevo, al menos no en ese momento, pero se daba cuenta de que los halagos y la atención eran algo adictivos. Sin embargo, sospechaba que se trataba de otro mensaje de su ex.
Vio la pantalla, sólo para confirmar sus sospechas. Efectivamente se trataba de él. El mismo instinto que había sentido al despertarse, acudía ahora con más intensidad. Es una trampa, se decía.
Pero la curiosidad y el orgullo hicieron mella en su corazón. ¿Por qué habría de dejarse manipular por un simple mensaje? mejor decisión que no leerlo sería abrir el chat y clavarle el visto. Así lograría que él se sienta tan humillado e ignorado, como tantas veces se había sentido ella.
Entonces leyó los dos mensajes. Eran las mismas seis palabras repetidas dos veces. “No puede ser” se decía ella al releerlo una y otra vez, odiándolo más que nunca. “No puede ser, es mentira, sólo quiere jugar con mi cabeza”.
Sin embargo, no logró convencerse. Los manipuladores siempre tienen un as bajo la manga, y él lo había sacado.
Salió de su departamento y fue hasta la parada del colectivo. Eran cuarenta cuadras, en veinte minutos llegaría. En el colectivo llamó a Ester, la mamá de su ex, pero no le contestaba. Les mandó mensajes a algunos de sus amigos, pero ninguno de ellos los había leído aun. El paisaje urbano estaba más gris que nunca, y el colectivo parecía ir en cámara lenta. Sintió cómo su corazón se aceleraba. Las manos transpiradas se aferraban al celular, esperando algún mensaje nuevo.
Bajó las escaleras del colectivo, apurada. Caminó las últimas cuadras revisando la pantalla a cada rato, pero sólo estaban esos dos mensajes perversos.
Llegó a la casa. La misma que hasta hacía unos meses había sido su hogar. Tocó el timbre una vez, dos veces, tres veces. Nadie Salió a atenderle.
Golpeó la puerta, y esta se movió, raspando el suelo. De la casa surgió un silencio que le puso la piel de gallina.
—¡Dónde estás hijo de puta! —gritó, sintiendo dolor de garganta cuando al hacerlo.
Miró a todas partes. Los vecinos chismosos no solían aparecer cuando se los necesitaba, y esa no era la excepción. Empujó la puerta, y cada centímetro que se abría, arañando el piso, su cuerpo le gritaba con más fuerza que se olvidara de él y se fuera.
Pero casi sin haberse percatado de ello, ya había entrado. Un olor repulsivo violó su nariz. Estaba todo oscuro. Las persianas, levantadas apenas, permitían ver un poco del living.
—¡Donde estás! — gritó.
Activó la linterna del celular, con la intención de ir hasta la habitación, pensando que él, quizás, estaría completamente borracho, durmiendo. Al girar sintió que tocaban su hombro. Largó un grito, asustada. Apuntó con su linterna, pero no había nadie.
Creyó que se estaba volviendo loca. Un pánico irracional le enfrío el cuerpo. Retrocedió lentamente hasta la salida. Sus ojos sin pestañear, las manos resbalosas aferradas al celular, el corazón desbocado, los labios dibujando una sonrisa llena de nervios. Y fue entonces cuando vio la sombra. Una sombra con forma humana suspendida en el aire. Huyó, desesperada sin poder sacar los ojos de esa figura. Se resbaló sobre la cerámica y cayó al piso. En un espontáneo gesto de defensa levantó el brazo para protegerse. Su mano, caprichosa, aún sostenía el celular. El haz de luz de la linterna dio en la sombra. Un rostro conocido apareció frente a ella. Tenía el cuello doblado grotescamente a un costado, y la cuerda que lo rodeaba terminaba en una viga de madera del techo.
Ese era su último as bajo la manga. Su desesperado intento de hacerla sentir culpable, de obligarla a recordarlo para siempre, de formar parte de su vida hasta el último momento, aunque sea, convertido en un recuerdo horroroso.
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