Finalmente, llegó un día que decidió volver a la civilización pues sabía que sus días en este mundo estaban llegando a su fin. Desconocía la edad que tenía, pero por su aspecto envejecido y sus escasas fuerzas suponía que había llegado a la senectud. En realidad habían pasado 56 años desde el día que se marchó del convento, por lo que ya había cumplido los 80 años.
Una mañana temprano, guardó sus escasísimas pertenencias en la mochila, que aunque mostraba un estado lamentable, aun no se había roto del todo. Seguidamente cogió la brújula y comenzó a caminar hacia el norte. No llevaba ni cinco minutos andando cuando se dio la vuelta y contempló por última vez el árido paisaje que le había acompañado durante tanto tiempo. Le entró una intensa congoja, pues allí su vida había tenido el sentido que él había deseado.
Transcurrieron muchos días de marcha a un ritmo bastante lento, ya que sus fuerzas eran muy limitadas a su edad, pero como nuca había dejado de caminar, mantenía sus piernas acostumbradas al ejercicio. La sed era lo que más le atormentaba, ya que sus reservas de agua eran muy escasas y no quería quedarse sin nada, hasta encontrar un río o manantial donde abastecerse. De modo que se la racionaba tanto que apenas le daba para un corto trago diario.
Cuando ya había perdido toda esperanza de sobrevivir se oyeron truenos y una copiosa lluvia cayó
del cielo. Recogió toda el agua que pudo en su marmita y en el impermeable, que por haberle dado poco uso, aun no estaba agujereado. Con este abastecimiento llenó la cantimplora y el resto se lo bebió al instante, disfrutando de cada gota que tragaba.
Tras un breve descanso de un par de días para reponer fuerzas, continuó su marcha hacia el norte, en busca del último pueblo que había encontrado en su viaje de ida .Una cosa que le tenía intrigado era que la temperatura no hubiera bajado desde que abandonó su retiro, como había supuesto, sino que se mantenía constante e incluso más alta. Llegó incluso a pensar que la brújula estaba estropeada y estaba caminando hacia el sur, en lugar del norte, pero desechó la idea, ya que la estrella polar le señalaba lo acertado de su itinerario por las noches. Cada vez tenía más dificultad para encontrar hierbas comestibles, pues una fina capa de polvo comenzaba a cubrir el terreno, impidiendo que los vegetales creciesen.
Ya le volvía a escasear el agua, que tenía racionada desde la lluvia, cuando una tarde particularmente soleada divisó el pueblo en el horizonte. Su corazón, ya marchito, comenzó a latir con fuerza y en un último esfuerzo sus pasos se apresuraron, para llegar antes de que el ocaso le impidiera seguir su caminata. A medida que se acercaba, sus ojos se fueron acostumbrando a ver los primeros signos de civilización después de tanto tiempo y escudriñaban ávidos en busca del menor atisbo de movimiento. Pero nada se movía, ni se divisaba el menor rastro de vida. Intrigado, llegó a las afueras del pueblo justo antes de que el sol desapareciese por el horizonte y contempló los alrededores desiertos. No se veía un alma, ni siquiera un perro por las calles. El pueblo entero parecía abandonado y se hallaba cubierto de ceniza gris. Intentó gritar pero no pudo, pues tras 56 años de aislamiento sus cuerdas vocales no respondían a sus deseos.
Dirigió entonces sus pasos hacia el arroyo que circunvalaba el pueblo y allí abrevó hasta la saciedad
la sed que le roía las entrañas, sin percatarse de que estaba bebiendo agua contaminada. No entendía que es lo que había sucedido, la razón por la que el pueblo, en su día próspero y habitado por un buen número de personas estuviera devastado y completamente vacío. Busco alimentos en el pueblo pero sin éxito, al parecer se lo habían llevado todo con ellos. Inspeccionó los alrededores en busca de comida, pero solo encontró piedras y cenizas lo que le llevó a pensar que el pueblo quizás había sido arrasado en alguna guerra para él desconocida.
Decidió, pese al hambre que sentía, continuar su marcha hacia el norte, porque no quería morir como un perro abandonado a la intemperie, sino al menos en un jergón de paja y con un techo por encima.
Pero llevaba dos días caminado desde que dejó atrás el pueblo y sin probar alimento, cuando una idea terrible le atravesó el cerebro. Con templó las cenizas que cubrían todo el terreno, cada vez más oscuras y pensó en lo peor. El desconocía la existencia de la energía nuclear, porque cuando se retiró al páramo aun no se había inventado la bomba atómica, así que su pensamiento se volvió hacia el Todopoderoso, y cayendo de rodillas exclamó : !Oh, señor¡ , creador del cielo y la tierra, que enviaste a tu hijo para salvarnos del maligno, pero nosotros lo crucificamos después de torturarle ,no permitas que el más humilde de tus siervos sobreviva a tanta iniquidad y dale muerte como hiciste con el resto del género humano. No me perdones la vida, porque ya no tengo fuerzas para servirte, así que te ruego me envíes el rayo de tu cólera, mientras a ti encomiendo mi alma pecadora.
Acto seguido se tumbó en el suelo y se fue adormeciendo lentamente, mientras su respiración se hacía más lenta y su pulso más débil. No pasó más de una hora, cuando expiró rezando.
Dos ángeles bajaron del cielo y tras ponerle una túnica azul, se lo llevaron al paraíso. Al llegar allí pudo ver cómo, a su vez, aparecía vestido con otra túnica roja el anacoreta de las antípodas. De este modo el sueño, tantas veces repetido, se hacía realidad. Ambos anacoretas se miraron a los ojos y tras contemplarse un largo rato, se fundieron en un fuerte abrazo tanto tiempo deseado.
tioeulogioytom@gmail.com
Tío Eulogio
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