EL BUGATTI
Julio lo había visto pasar dos veces aquella semana por delante de su casa. Era rojo y relucía como solo puede relucir un astro. Las dos veces se lo quedó mirando embobado, desde la ventana. Era su coche soñado: un Bugatti Coupé del año 1936. Era rara la noche en que no iba al volante de uno de uno de esos bólidos, con su casco, sus gafas y sus guantes, ganando en todas las carreras en las que participaba. Y cada noche era una nueva; jamás se repetía ninguna pero, eso sí, el gentío lo aclamaba por igual en todas partes. La apasionante aventura nocturna duraba ya casi un año.
Cuando despertaba por las mañanas y se daba cuenta de que todo había sido un sueño, de que en la vida diurna todo lo que disponía, en materia de locomoción, se reducía a su pequeño y viejo utilitario, se le ponía mal cuerpo y ya le duraba el pesar, hasta que se iba a la cama por la noche, a soñar de nuevo. Su mujer, Elvira, lo notaba cada día más reconcentrado y amargado, pero no lograba saber la razón de tal estado de postración.
En el trabajo también se habían dado cuenta del cambio operado en su estado de ánimo, antes tan extrovertido y risueño, y ahora tan introvertido, sin que nadie supiese cual era la causa. Suponían que debía de tratarse de un problema familiar lo que lo amargaba o tal vez le habrían diagnosticado una enfermedad incurable.; en cualquier caso todo eran conjeturas.
Elvira empezó a sospechar que tenía una amante, por cuanto hacía mucho tiempo que no quería saber nada de ella en la cama. Lo hizo seguir por una amiga, varias veces, a la salida del trabajo, pero lo que hacía era irse a un bar a tomarse varias cervezas y regresar a casa. Descartada la amante, se quedó todavía más desconcertada, así que decidió coger el toro por los cuernos y enfrentarse con su marido abiertamente. Una tarde, al regresar él de la oficina, le dijo que tomase asiento, que tenían que hablar. Julio se sentó y preguntó que de qué quería hablar. Elvira le dijo que no se iban a levantar hasta que le contase la razón de su comportamiento durante el último año. Que ya no aguantaba ni un minuto más sin saberlo. Julio contestó que ni el mismo lo sabía, por lo que pensaba que debía ser una depresión. En tal caso, dijo ella, era absolutamente necesario que acudiera a ver a un psiquiatra, para que le pusiera remedio, dándole la medicación adecuada para su restablecimiento. Julio quedó en concertar una cita con uno, tras rogárselo ella en varias ocasiones y de este modo acabó la conversación.
Dos días después le anunció que tenía concertada una visita para la siguiente semana con el psiquiatra y ella insinuó que le acompañaría, a lo que Julio se negó de plano, alegando que eso no era lo convenido Acudió, solo, al médico y le dijo que le había obligado a ir su mujer, porque lo notaba cariacontecido desde hacía tiempo. El médico le pregunto si él también lo había notado y le contestó que no, que eran imaginaciones de su mujer. El doctor le dijo que, en tal caso, debía volver con su mujer, para que le explicara los cambios de conducta observados por ella. El manifestó que sería una pérdida de tiempo (y de dinero, pensó, también) pero que sabía que solo de tal modo se sentiría ella satisfecha. Así que pidió cita de nuevo y esta vez le acompañó Elvira. A preguntas del psiquiatra, ella le contó, pormenorizados, todos y cada uno de los cambios que ella había notado, sin omitir ninguno, pues se los había anotado en una hoja de papel, para no olvidarse. El médico le preguntó a Julio si no sentía alegría de vivir y éste dijo que la que había tenido siempre. Le pregunto se tenía algún problema o causa para sentirse desgraciado y Julio le respondió que no. El psiquiatra les dijo, que para él, se trataba claramente de una depresión endógena, es decir, no causada por algún motivo externo y que debía ser tratada con fármacos. Acto seguido garabateó una receta con tres medicamentos y se la entregó, diciéndole que volviese a las dos semanas. Compraron lo recetado en la farmacia y Elvira le hizo tomarse las dosis prescritas, en las horas que correspondían. . Aquel día no tuvo más remedio que ingerirlas, porque ella le tenía la vista echada, pero en los días sucesivos simuló tomarse las medicinas, pero no se las tragaba, sino que se las metía en el bolsillo de la chaqueta, en cuanto ella se despistaba un momento.
A los 15 días volvieron al médico, quien les preguntó si ya le había comenzado a hacer efecto el tratamiento y contestó Elvira, diciendo que ella no había observado ningún cambio. El doctor les dijo que era natural, ya que la medicación tardaba un tiempo en hacer efecto, pero que al menos por lo que le decía, no había notado tampoco ningún efecto secundario que le hubiera afectado al organismo. Seguidamente les dijo que seguramente a los 30 días ya se habrían manifestado cambios positivos, por lo que debían volver en 15 días para darle seguimiento a la recuperación.
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