Una mujer estaba en su patio, recibiendo el atardecer en las inmediaciones de su casa. Al mismo tiempo, el aire fresco la tocaba con suavidad. Ella cerró los ojos, disfrutando de la sensación otoñal que le hacía sentir viva.
Constantemente esta mujer se cuestionaba el propósito de su vida, pues a sus 82 años sentía que no había logrado nada. Ser madre nunca fue su sueño, pero parió; ella quería casarse por amor, pero no fue así; ser ama de casa no era lo que quería, pero lo fue; nunca quiso un esposo infiel y maltratador, pero lo tuvo; ella quería muchas cosas, pero nunca sucedieron.
Toda su vida la pasó desviviéndose por los demás muy en contra de su voluntad, yendo a misa todos los domingos a confesarse, diciéndole al sacerdote que no aguantaba un segundo más a sus hijos ni a su esposo. Le confesaba con la mirada apagada que deseaba huir y dejarlos a su suerte, o de plano estar muerta.
El viento se metía en los recovecos de sus arrugas, refrescaban su piel. Con los ojos bien cerrados rogó a toda fuerza sobrenatural, menos a Dios quién nunca la considero, regresar el tiempo para no ser madre, para no casarse, para no ser denigrada, para no atender a nadie más que a sí misma, para poder hacer lo que ella tanto quería: vivir.
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