El pecho y la espalda me dolían con un escozor generalizado y sordo. No podía respirar y, sin embargo, estaba oliendo la sucia grasa... el suelo, el alquitrán del reciente asfalto, e incluso la mareante gasolina goteando desde la moto. Mis pensamientos discurrían claros e intensos cuando vi a mis dos amigos aproximándose a mí con movimientos rápidos y caras serias. Quería decirles que no me movieran; necesitaba hacerme un chequeo a mi mismo simplemente sintiendo mi cuerpo inmóvil durante unos segundos. No era sólo que apenas pudiese mover mis extremidades como si fueran rocosas montañas, sino también que podía sentir una extraña sensación deslizándose por mi cuello, caliente como besos de amante. Algo estaba mal.
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Era el 15 de abril de 2009, un día soleado que había amanecido con un frío sorprendentemente cortante en Granada, luminosa, histórica ciudad de Andalucía. En cualquier caso, cuando alcanzamos Tarifa, la población más meridional de la Península Ibérica, el clima se había convertido en insoportablemente tórrido. Éramos tres amigos, Pedro, David, y yo mismo, que compartíamos la pasión por viajar en moto. Nos dirigíamos a nuestras primeras vacaciones de aventuras en Marruecos. El viaje a bordo de la veloz embarcación, cruzando el Estrecho de Gibraltar, nos hizo disfrutar de las refrescantes olas golpeando las palas en la parte trasera del barco; pero pronto la calorina regresó con toda su agresividad una vez que llegamos a la ciudad africana de Ceuta.
Ceuta es una ciudad que no parece española y, cuando alcanzamos la frontera con Marruecos, realmente es más bien el inicio de un país en desarrollo. Al parecer, cada día masas de gente cargada con voluminosos paquetes cruzan de la Ciudad Autónoma a las tierras árabes para proveer a sus familias con bienes básicos como comida, jabón, papel higiénico, etc. Algunos de ellos incluso hacen esto como trabajo diario a cambio del dinero que otros les dan. Mientras estábamos observando este fenómeno cerca de la línea fronteriza la temperatura continuaba subiendo. Cuando llegamos al atasco del paso de aduanas el calor era insoportable, dentro de los trajes moteros -que además eran negros-, y hacía que nuestros cuerpos se derritieran en una mezcolanza asquerosa de nuestro propio sudor, el árido polvo levantado por la incesante actividad y el cargado humo de los sobrecalentados vehículos a nuestro alrededor.
Tratamos de aprovecharnos del tamaño ágil de las motos navegándolas entre el caótico popurrí de coches viejos, camiones cargados y turistas confusos que caminaban de un lado a otro sin tener ni idea de la burocracia necesaria para pasar la frontera. Alguna gente estaba trabajando para ayudar con el papeleo, pero parecían más bien estafadores en busca de dinero fácil, así es que decidimos que yo, teniendo la moto más estrecha, me dirigiera a las inalcanzables oficinas. En ese momento nuestras monturas estaban ya separadas y casi aleatoriamente dispersas entre la ingente cantidad de vehículos. Tuvimos entonces que idear y poner en práctica una táctica para mantener los motociclos y equipajes bajo control mientras yo iba a investigar los secretos ocultos del paso de frontera marroquí. Sorprendentemente, sólo uno de los empleados, una mujer, hablaba español -e inglés- y, hasta que la encontré, la desesperación dirigía mis pensamientos.
El eufórico alivio al traspasar la frontera se convirtió en la entusiasta felicidad del novato. La excitación de la aventura aumentaba según nos alejábamos de Ceuta en nuestro camino a Fez. Sin embargo, las carreteras no estaban limpias debido a las obras. Así fue como nos encontramos atravesando una glorieta a medio terminar cuya superficie estaba parcialmente cubierta del más deslizante aceite. Yo la abordé primero y, aunque preparado con todas las precauciones, no había modo seguro de pasarla por donde la abordé. La rueda delantera estaba sólo ligeramente girada a la izquierda, pero “ligeramente” fue demasiado. Sentí mi cuerpo, con la moto entre mis piernas, caer tan rápido que parecía que la gravedad tuviera el doble de la fuerza habitual. Recuerdo que el sonido de la máquina golpeando el suelo fue impresionante: la ferocidad de trescientos kilos encontrando la carretera en un instante.
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Después de que acudieran mis amigos el tiempo pasó lento pero inevitablemente predestinado. Pude ver mi propio cuerpo desde distintos puntos flotando algunos metros sobre la carretera y es entonces cuando me di cuenta de que yacía muy alejado de donde caí, y de que un coche estaba atravesado en la mediana de la calle contigua, visiblemente abollado. No tardé en apercibirme de la masiva cantidad de sangre inundando el área y de mis propios ojos opacos mirando a ninguna parte.
Desde ese mismo día de mi muerte he estado intentando ayudar a otros motoristas. Algunas veces mi conexión con ellos es lo suficientemente buena para que subconscientemente eviten el peligro; otras veces no lo es. En cualquier caso, disfruto enormemente puesto que estoy montando tales excitantes caminos una y otra vez, y cada ocasión es diferente, con diferentes compañeros. Debajo del casco llevo, como ellos, una sonrisa permanente. Si la desorientación fue el principal sentimiento mi primer día en Marruecos, ahora estoy centrado completamente desde aquel primer día de mi vida muerto.
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Dedicado a aquellos que han dejado la vida en las carreteras y ahora nos vigilan y cuidan.
Dedicado a mi padre, quien fue un motero sin moto y que, en mis viajes, también me acompaña.
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