… Ahora sí nos reencontramos y esta vez ya no presté atención a la forma tímida y desmañada de hablar de aquel chico de atractivo infinito. Ya sólo y a partir de entonces, tuve ojos para admirar su porte, su carisma natural, su mirada limpia y su talante risueño y distendido, su pelo negro y su tez morena. Y advertí en él un alma expectante, virgen de amores completos. Intuí su necesidad de conocer al fin la pasión y el abismo del deseo, su anhelo de amar con el cuerpo y con el alma entera. Y ahí me quedé por siempre. Atrapada en esa esencia de eterno reconocimiento íntimo y perfecto. Y ya no me fui, hasta que se fue él, unos años más tarde. Ya no volvería. Pero no nos anticipemos.
Empecé a sospechar que algo nuevo me calaba el seso, al descubrirme, siempre que lo tenía cerca, robándole miradas embelesadas a su rostro joven y hermoso, a sus oscuros ojos desarropados, y a pesar de que él ya tenía pareja desde hacía muchos años, unos ojos aún no encendidos en mil llamas de pasión y devoción. No podía evitar mirar de soslayo a hurtadillas esa cara tan bella, ¡qué apuesto, Dios mío! me decía, tragándome las ganas de dejármelo entre los ojos para siempre, mientras aquel regusto se me diluía, primero por el cuerpo y después más adentro, rozándome los filos del alma.
Tras las tímidas miradas ladronas, vinieron los intentos torpes por conseguir tropezármelo en alguno de aquellos pasillos de la residencia, donde él trabajaba como cuidador. Más tarde él me contaría cómo, estrujado ya por dentro por la evidencia, inventaba apaños para forzar encuentros, empujando sobre la puerta de la oficina en la que yo realizaba una sustitución, a algún pobre usuario desprevenido. Aprovechaba entonces para entrar y simular disculpas por la intromisión del inocente. Era tan sólo y nada más que la necesidad, ya casi imperiosa, por acortar distancias en esa vereda de energía misteriosa que parecía existir entre él y yo, como un hilo invisible, cada vez más corto y cada vez más tenso.
Si algo podíamos aventurar, sin confesar, en esos momentos, era la certidumbre de que debíamos encontrarnos cuantas más veces mejor y con cualquier excusa, para, intercambiando palabras sin interés, arrancar un poco más de terreno a ese espacio, a esa distancia que cada vez más nos estorbaba.
Y sucedió.
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