Podría decir que ya es quince
porque son más de las doce
pero para mí sigue siendo
catorce por la noche
Hoy he ido a misa vestida de negro a intentar encontrar a Dios (o a mí misma) si no es que son lo mismo. Y mirando a mi alrededor vi a gente rota y me di cuenta de que la Iglesia es el lugar más triste del mundo. Sólo van a la Iglesia los desamparados, los culpables, los que necesitan consuelo. He mirado al cura a los ojos mientras me entregaba la hostia, mi primera comunión, y, mentalmente citando a Nietzsche con su “Dios ha muerto”, mastiqué el cuerpo de Cristo.
Quería sacar la manzana que guardaba en la mochila y tirársela al cura mientras los fieles pronunciaban a coro “Por mi culpa, por mi culpa, por mi GRAN culpa”. ¡Ay! ¡Pobres infelices! ¡No tenéis la culpa de nada!
Quería creer en Dios y encontrar significado a las palabras del sermón. Quería ver la belleza en el Cristo Crucificado, que su sufrimiento de alguna manera me demostrara que lo mío no era para tanto. Pero su mirada acusatoria no hacía más que recordarme lo pecadora que soy, lo impío en mí.
Dios te juzga, tú te juzgas. Si no dejo a Dios juzgarme, ¿cómo me voy a juzgar yo?
Y mientras todos se arrodillaban a rezar, hice lo propio e imité sus pasos (como llevaba haciendo en el transcurso de la misa). Con las manos entrelazadas pedí que todo fuera bien. ¿A quién se lo pedía? A mí misma, supongo. Que el poder de sabotearme es únicamente mío. Que nunca me hundirán tanto como para no poder salir a flote.
El cura dio la señal para que todos nos mirásemos a los ojos y comprendiéramos que no estábamos solos. Salvo un par de excepciones, todos ahí eran su única compañía, porque el dolor de verdad no se puede pasar más que solo. Las miradas revoloteaban intentando encontrarse unas a otras. Todas turbadas, todas dolientes, miradas de sufridores.
Creo que esta reflexión ha valido las lágrimas que me contagiaron los fieles desesperados. La gente en misa llora, le llora a Dios, al Dios que provoca sus lágrimas.
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