Sentado, contemplando al gatito, recordó su historia junto a ella.
Marina era menuda, alegre y con una peculiaridad que le caracterizaba: tenía un ojo de cada color, uno verde y el otro azul. Vegetariana y amante de las artes, se había empapado de las antiguas filosofías orientales años atrás.
Se conocieron en la boda de una amiga común y, aunque eran muchas las cosas que los separaban, empezaron a verse hasta llegar a compartir casa, comida y lecho. A Pablo le apasionaban los deportes de riesgo, el rock y las películas de acción. Jamás desdeñaba un buen chuletón.
Poco a poco el amor hizo que se fuera acercando a los gustos de ella. Ya no le resultaban tan latazos los conciertos de autores barrocos y empezaban a gustarle las películas en las que no se oía ni un solo disparo, pero no estaba dispuesto a creer en teorías sobre la reencarnación ni la imposibilidad de matar animales. Le podían los chuletones.
Una aciaga mañana en la que Marina regresaba a casa con su bicicleta, un coche la arrolló tras saltarse un semáforo en rojo. Habían sido tres años en común y Pablo la añoraba tanto…
Pocos días después, Inma, una buena amiga de ambos dotada de gran sensibilidad, sabedora de lo mucho que Marina adoraba a los animales y para aliviar la pena de él, le obsequió un gatito casi recién nacido.
En cuanto se sintió en brazos de su nuevo dueño comenzó a ronronear de gusto. Levantó la cabeza y puso sus ojos, uno verde y otro azul, en el rostro boquiabierto de Pablo.
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