Los pueblos pequeños del interior tienen ese encanto.
Se conocen todos. Vida y obra. Lo cierto lo probable y lo inventado conviven entreverados.
Cuando una vecina salía con su escoba a barrer la vereda oficiaba de periódico.
La noticia del momento era la desaparición de las dos gatas de angora de doña Bibi.
Coincidían con la llegada del “nuevo”. Un francés que alquilaba una pieza al cura.
Los murmullos que cobraban fuerza terminaban instalándose como verdad.
La costumbre de los hombres del lugar era comenzar y terminar la jornada en el boliche. Tomando siempre lo mismo, hablando siempre de lo mismo. Sentados en el mismo lugar. Fue allí donde le pusieron al joven el sobrenombre de “comegato” mientras jugaban a las cartas.
Los viernes día del torneo nocturno de bochas, se comía asado en el club. Regado con abundante vino tinto. El francés llegó invitado por el cura. Chichilo el borracho del pueblo le contó a cambio de un convite de ginebra como lo habían bautizado.
De pronto se dio cuenta el porqué de las miradas cómplices y las risitas ahogadas.
No le causó gracia. Más no era hombre de mostrar sus emociones.
Sabía que esto debía parar o se convertiría en hazmerreír del pueblo. Le había echado el ojo a una rubiecita de ojos grises y no estaba dispuesto a perder.
Al final del asado, después de muchas botellas de vino se paró sobre una silla e invitó a todos para el domingo por la noche. Contó que había casado doce liebres y poseía una receta familiar exquisita.
Si de comer gratis se trataba no había ningún lerdo. El turco del almacén alabó la brillante idea el jefe de la estación lo secundó y todos aceptaron la iniciativa.
La noche del domingo todos los varones estaban en el boliche. Aguardaban que el francés culmine los últimos detalles. Sin hacerse rogar apareció con dos ayudantes trayendo la olla de guisa enganchada en un palo largo. Repleta. Fue sirviendo a cada uno un cucharón enorme de guisado.
Impactaba el color violáceo de la salsa de vino. En tanto el aroma a romero laurel y cebollas coloradas ganaba el aire y arrancaba suspiros. Todos repitieron sus porciones.
El comisario al finalizar el banquete pidió un aplauso para el cocinero. Fue estruendoso.
El lunes al medio día. En el almuerzo. Los hombres contaron a sus familias la exquisitez que habían comido. Las mujeres contaron que doce gatos mimados habían desaparecido.
A partir del martes al francés lo llamaron Jaques.
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