Mis ojos juegan ese mismo juego tonto de siempre.
Ávidos, entre colores y formas,
de otros mundos buscan puertas.
Tu atril a lo lejos no alcanza a esconderte.
Derrama oro el sol sobre la torre del reloj.
Cuando diez campanadas, hacen vibrar la campiña.
Tu simpática nariz enrojecida bajo el blanco gorro de piel.
Nos separa con su marcha un tren decorado con grafitis.
La gente en las ventanas se ve absorta.
En sus libros, en sus móviles, en sus preguntas sin respuestas.
Sólo una me desvela.
Las hojas hacen piruetas alocadas en cada soplo helado.
Las palomas parecen más tiernas así apretujadas.
Desde el bar no imagino lo que pintas de la mano de tu ángel.
Sigo el humo del café hasta tu boca.
Tu sonrisa en mi paisaje.
El banco de los jubilados rumorea viejas penas y jóvenes ausencias.
El tanque de agua pierde gruesas gotas que coinciden con mis pasos.
Me detengo, lo que supone ese lienzo me emociona.
Giras. Te cuelgas de mi cuello. Salvaje me besas.
Nunca hice la pregunta.
Paladeo la respuesta
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