Mi cumpleaños número siete fue el primero sin mi papá. Aquella tarde lluviosa del 25 de febrero, comenzaba mi fiesta, pero mi padre no estaba por ninguna parte; llevaba días sin verlo y nadie decía nada. Entonces sonó el teléfono colgado en la pared, una corazonada me dijo que era él. Yo no podía alcanzar el aparato, mi madre me lo pasó. Sí era él, me decía con la voz entrecortada que lamentaba no estar en mi día, mas no explicó el porqué de su ausencia, pero yo lloré como si lo supiera.
Mis cumpleaños después de ese día, no fueron memorables. Pero siempre recuerdo ese día y me preguntó en qué punto mi papá dejó de amarme tanto. Si estando en los separos hizo de todo para poder llamarme, ¿por qué de pronto se alejaba de mi vida? Esa fue, quizás, su última muestra de afecto hacia mí.
A veces, como si de una pequeña niña se tratara, pienso que mi papá sigue encerrado por ahí y que, quien regresó a casa, fue un impostor. Sólo eso podría explicar porque mi papá había cambiado tanto.
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