La rubia de los ojos azules

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Aquella morena tenía un cabello negro azabache largo y preciosísimo. No podía dejar de mirarla desde mi silla en el bar de la discoteca en donde tomaba un cóctel con una amiga. La morena tendría ¿unos 20 años? Su amiga, una rubia de ojos azules, de la misma edad supongo, la acompañaba y era también bellísima.

Vivir en Alemania significaba iniciar "una nueva vida" empezando por dejarme crecer el cabello. Esa noche fui a una discoteca con una amiga. Cuando descubrí esa bella y larga cabellera entre las muchas personas, me imaginé cómo sería tenerla así de larga como aquella linda chica morena.

Sin esperarlo, la chica de cabello azabache voltea su rostro y mira justo en la dirección en donde yo estaba sentada. Inmediatamente volteé mi cara y, avergonzada, ya no quise volverla a mirar. No estaba tan cerca de ella, así que probablemente no se dio cuenta que yo miraba su bella melena.

No me gustan las mujeres y no quería que hubiera malentendidos. Si bien en este país hay mucha gente de mente abierta, no quería causar molestias hasta conocerlos mejor.

Pasó un buen tiempo y no pude evitar volver a ver. Esta vez, su amiga, la rubia, ya no estaba con ella. Para mi sorpresa siento que alguien a mis espaldas me toca el hombro y, al girarme, veo a la rubia con sus ojos celestes mirándome. Me asusté porque pensé que iba a quejarse de haber estado mirando a su amiga y a ella. Pero con una sonrisa en sus labios y alegría en sus ojos, coge mi mano y me dice:

—¿Vamos a bailar?

Titubeé porque no esperaba que dijera eso, más aún si yo nunca había bailado con una mujer. Su hermoso rostro y su esbelta figura eran tan bellas que muy bien podría ser participante de un certamen de belleza. Ella, al notar mi desconcierto, me coge de las dos manos e insiste con un ligero jalón para que bajara de mi silla.

—No sé bailar bien —le dije.

—No importa, te enseño.

Cómo podía negarme a tal gesto amable y compartir una experiencia nueva e inimaginable. Estaba lejos de casa, en un país tan diferente al mío, conociendo a nuevas personas. Así que no lo pensé más y acepté ir con ella, dejándome llevar.

Estando ya en la pista de baile, toma mis manos para que las ponga en su cintura y así pueda seguirle el paso. Quizás tú, mi querido lector, te preguntarás ¿cómo es posible que una chica latina tenga que dejarse enseñar a bailar por una germana? La verdad es que no soy buena bailarina y mucho menos con una mujer. Pero me dije: sólo entrégate al momento y vívelo plenamente.

Y así, me dejé llevar por la circunstancia y seguí con esmero todos sus movimientos... Al tiempo de estar bailando, me dice:

—¿Ya ves?, lo haces muy bien. Sí sabes bailar.

Mientras me hablaba yo miraba con más detenimiento esos enormes ojos color cielo de muñeca que jamás había visto. Sin embargo, lo que más me gustó fue su inmensa alegría y candidez, típica en la mayoría de los alemanes que llegué a conocer. La cultura germánica es la que más admiro en el mundo por su alto grado de desarrollo.

Y así, me olvidé del mundo y me entregué a ese derroche de felicidad y bienestar inconmensurable.

Tanto fue su “contagiante” entusiasmo que no me había dado cuenta que habíamos conquistado la pista central, casi sola para nosotras. Y es que muchos de los que bailaban se habían retirado de ella para observarnos. No tuve tiempo ni quise saber en lo que la gente estaría pensando de esas dos chicas “locas de alegría” como dos novias enamoradas.

—Ahora, vamos a aprender un nuevo paso. Acércate y pégate bien a mí. —me dijo con su dulce y delicada voz.

Se acerca a mí y pega todo su cuerpo al mío y, para que yo no dude, me presiona fuertemente con uno de sus brazos, rodeando mi cintura. Continuó bailando como rezaba una antigua canción “Pechito a pechito y ombligo a ombligo”. Tan cerca estaba su semblante radiante que pude observar al detalle y por momentos la perfección de su cutis y sus pestañas con rizo natural y bien delineadas.

Poco tiempo después, la chica de cabello áureo pone su pierna derecha entre mis piernas quedando la mía también entre las suyas, y así continuamos, como si el tiempo se hubiera detenido... solo quedaba festejar esa alegría inefable.

—Tu amiga, la del cabello negro ¿es también alemana? —le pregunté.

—No, ella es argentina, pero somos muy buenas amigas.

El tiempo pasó volando en ese divino derroche de felicidad y emoción. Pasaron quizás unas tres horas y su amiga, la argentina, se nos acerca y le dice:

—¡Amiga!, ya tenemos que irnos, mi novio ha llegado ya.

—No, por favor, por favor, quedémonos un poco más. ¡Vamos, baila con tu novio! —le respondió con una postura suplicante.

Mi bella profesora no quería terminar ni yo tampoco, y sentía que ella gozaba tanto como yo. Tengo que decir que si bien no hubo la más mínima intención de lujuria, ni de parte de ella como de la mía, nunca había experimentado semejante cercanía a una mujer. Sobre todo pensando que jamás me he considerado bella, porque detesto dejarme atrapar por la vanidad.

Después de una media hora más, la morena insistió y así que mi maestra me dijo que se tenía que ir.

—No te preocupes, —le contesté— fue muy lindo conocerte; gracias por el baile... y la enseñanza también.

—¡No, de nada, lo disfruté mucho también! A ver si otro día nos volvemos a ver.

Y se fue. Nunca más supe de ella, no volví a esa discoteca y no le pregunté por su nombre ni su número de celular. Y hasta el día de hoy no sé qué fue lo que la motivó a bailar conmigo. Aun la recuerdo. No, no me enamoré de ella, pero sí del momento que lo recuerdo con tal nitidez y encanto que es como si lo hubiera vivido ayer.


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