Orfila siempre fue una mujer sin muchos deseos ni metas. Para ella, estar casada y tener un hijo significaba haber logrado todo en la vida. Nunca aspiró a estudiar, su madre le decía que no servía de nada; nunca quiso salir del pueblo, su padre le decía que sólo las putas buscaban nuevos rumbos. Y Orfila no era una puta ni haría cosas que no sirvieran de nada.
Un día conoció a un hombre y se casó con él. Su madre nunca le habló del amor, pero Orfila suponía que el amor era esa sensación palpitante en su vulva cada que su marido la besaba y la tocaba. Sí, eso debía ser el amor.
Cuando su hijo nació, realmente no sintió algo en específico; le preguntó a su madre si no sentir nada por la persona que pariste era ser mala mamá, a lo que la anciana le contestó que no había nada de malo, pues ella tampoco sintió nada cuando la vio nacer.
Orfila sabía, nada más, que debía cuidar de aquel pedazo de carne y huesos que había salido de su cuerpo para siempre. Pronto le tomó cariño, algo similar al que le tuvo a Eugenio, su gato mascota de la infancia.
Cuando vino la crisis de hambruna, Orfila no se alarmó, pues tenía un campo de hortalizas para alimentar a su pequeña familia. No pasó ni un mes cuando su marido enloqueció y le tiró el plato de sopa de verdura sobre la cabeza pidiendo a gritos un trozo de carne. Pero ese no fue el único acto de locura de su hombre, pues por la noche, se levantó y tomó un machete para acabar con toda la cosecha del campo.
Orfila estaba horrorizada, ¿qué iba a pasar ahora? ¿Es que ahora tendría que comerse a sí misma como todos en el desquiciado pueblo? No podía ser posible.
Ella podía vivir sólo bebiendo agua del río contaminado y comiendo las hojas amargas de los árboles, pero su hijo y marido eran unos estúpidos, se negaban a tragar algo que no fuera carne. Orfila no podía verlos morir de hambre, así que tomó una dolorosa decisión: matar a Bonachón, su perro guardián.
<<Mamá, las orejas son deliciosas, están chiclosas>>, le dijo su retoño, sonriente. Su familia estaba encantada con la comida, y lo que ella pensó que rendiría al menos para una semana, duró sólo dos días.
Tuvo que robarse al gato de la vecina, a la perra parida del tendero y descolgar las jaulas de los periquitos para llevarlas a casa para poder alimentar a su familia. Hasta ella comió, gustosa del sabor de aquellos animales.
Pero un día ya no hubo más animales que robar, en el río no había peces y los pájaros ya no pasaban por su pueblo. Orfila entró en desesperación, parecía que había adoptado una adicción a la carne.
Su marido, como siempre, fue el primero en enloquecer y se cortó un muslo entero mientras mordía un lápiz para no gritar. Tan fuerte.
Sonaba por el pueblo que la gente se había cortado tanto el cuerpo, que desaparecían. Orfila no podría con la ausencia de su esposo y se negaba a continuar viéndolo cortándose el cuerpo para no morir de hambre, así que tomó una drástica decisión: se comerían a su hijo. A fin de cuentas, ellos lo concibieron y podían hacer lo que quisieran con él; luego podrían tener más y más.
Todavía guardaba cariño por el pequeño pelinegro, así que primero le sacó los ojos para que no viera lo que pasaba. Al niño le encantó la consistencia biscosa de sus ojos, lo chicloso de sus orejas, lo carnoso de sus labios y mejillas; pudo roer con gusto sus dedos, disfrutar de filetes de exquisito corte y probar los manjares internos. Orfila y su marido disfrutaron comerlo también hasta que un día no les quedaron ni los huesos del niño.
Era hora de traer otro al mundo.
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