La piel blanquecina todavía tenía los poros erizados por el choque del frío contra su cuerpo caliente. Estaba flotando bocabajo; sus brazos extendidos e inanimados parecían querer abrazar las sombras del pozo profundo.
La encontró un borrachito que fue a lavar sus tres mudas de ropa.
Solo vinieron a aventarla – dijo el jefe de policía -, ya estaba muerta desde antes.
En las cuencas de los ojos le habitaban ahora dos masas acuosas que empezaban a llenarse de la vida en su escala cuasi invisible. Apenas la sacaron el musgo empezó a reclamar el terreno de sus ropas negras.
Fue al llegar a la estación de policía que se acabaron las hipótesis, decían de algún amante despechado, alguna deuda con los agiotistas de la calle Matanzas, un lío de faldas con las pajaritas de renta del barrio Calderas…
La verdad era que antes de matarla alguien le desfiguró el pecho con la punta de un cuchillo crudo: bruja –le pusieron-.
Y hubiesen seguido investigando, pero el médico del pueblo llamó aparte al jefe de policía y le hablo bajito. En el bolso del vestido traía un morralito sanguinolento y apestoso:
En mi experiencia de veinte años, eso que cargaba son ojos de un animal –confirmó el médico -, y es claro que la difunta se los ponía. Yo sé lo que le digo, mejor aquí le paramos.
Fue todo. Se cumplieron los tres días acordados para esperar que la reclamaran. Nadie vino.
Su cuerpo, ya con los ojos cerrados y sin los tendones tiesos, fue llevado al crematorio. Todo el ambiente se llenó de un olor a buganvilias agrias.
Enterraron sus cenizas sin pena ni gloria el lunes a las tres.
Se contó que vieron rondar su espíritu durante los entierros y después volverse otra cosa, pero nadie lo creyó, al final: ¿qué mujer podría volverse gato?
* Ojalá que el deseo se vaya tras de ti, a tu viejo gobierno de difuntos y flores.
Silvio Rodríguez
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