EL DÍA QUE LLEGARON

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El joven, a regañadientes, había recorrido los tres kilómetros del bosque de coníferas que separaban su aldea del margen derecho del río Tasca.

Hoy era el día en que su padre le iba a dejar montar el joven potrillo que habían atrapado junto a la extraña manada que merodeaba la zona que, los ancestros de los Arapajunas, llamaban “mil ojos”, por las innumerables madrigueras que los “perritos de las pradreras” habían construido desde antes de que sus antepasados soñaran con asentarse en aquella hermosa tierra.

Y le parecía extraña, por que no había visto ningún ejemplar hembra en dicha manada. Aunque el joven corcel ya había sobrepasado la edad del destete, la ausencia de una figura materna le advertía de que podrían haber sufrido el ataque de lobos o una posible fractura huyendo de algún depredador. En la zona donde los habían atrapado tampoco era habitual ver pequeños grupos de mesteños, y menos de machos solitarios.

La recogida de agua retrasaría sus planes de hoy. Tenía intensión de pasar todo el día junto al animal más hermoso que había visto nunca. La variopinta paleta de colores de su pelaje y el brillo indomable de sus ojos, le decían que no iba a ser fácil dominar su imponente naturaleza salvaje, y que debía estar calmado si quería poder lograrlo. –los animales salvajes huelen tus miedos y tus inseguridades, si no estas tranquilo- le había dicho su abuelo, una noche de estrellas errantes, antes de morir y regresar con los espíritus de los “Arapajunas”.

Tras hundir el curtido pellejo de ciervo en el agua, imaginando como cautivar la confianza del joven potro, llegó  hasta sus oídos un leve murmullo de voces. Aunque no era periodo de luchas, los Mascajos, no solían respetar demasiado las treguas que marcaban el paso de las grandes manadas de Bisontes.

Al levantar la vista y escudriñar el lugar desde donde parecían proceder las voces, el miedo entró por primera vez en su pequeño cuerpo. El simple miedo a lo desconocido, a lo que nunca nadie le había advertido que se podría encontrar, ni siquiera en los alejados límites de la hermosa tierra de los Arapajunas.

Las figuras humanas que se acercaban hacia él, caminando a través del medio del río, resplandecían bajo los rayos del sol. Sus vestimentas emitían unos destellos de luz que sus ojos tenían que evitar constantemente.

Cegado, inmóvil y, extrañamente, asustado, no podía creer lo que estaba sucediendo ante sus ojos. Un grupo de diez figuras humanas, que parecían tener en sus cuerpos atrapados los mismísimos rayos solares, y que portaban unos extraños aparatos alargados entre sus manos, se dirigían hacia él.

Cuando pudo ver que una pálida mano, le aferraba el brazo con fuerza, el pellejo de ciervo se escapó de entre sus agarrotados dedos, perdiéndose irremediablemente bajo la corriente de las transparentes aguas del río Tasca, en la Sagrada Tierra de la tribu de Aborígenes Americanos, llamada: “Arapajunas”. Año 1507


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