The show must go on

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Cuarenta años sobre los escenarios, más de cien películas en mi haber y ni un maldito premio. Dinero y fama me sobran, pero ¿quién puede preciarse de ser un gran actor sin un galardón en toda su carrera?

Me han dicho que en la próxima gala de los Premios Emmy me entregarán el de mejor actor por mi papel protagonista en Georgetown Nigthmare, una de las series de televisión de mayor éxito en Norteamérica. Más de diez años en horario de máxima audiencia, más de quinientos episodios y una cuota de pantalla de casi el 20 por ciento. Todo un récord. Me lo merezco, no cabe duda, pero a estas alturas, cuando mi médico me aconseja insistentemente que me retire, parece una broma de mal gusto. Si me retirara alegando problemas de salud el público creería que se trata de un premio honorífico por toda mi carrera, el típico premio de consolación para quien no ha recibido jamás uno, y no por mi brillante papel en esta serie.

Si alguien supiera lo que le inquieta al doctor McPherson estaría acabado. Me habla de un síndrome que cree que padezco desde que me impliqué en cuerpo y alma en esa serie. A veces pienso que es él quien no está del todo cuerdo. Debería confiar en su profesionalidad, pero últimamente le veo muy alterado y temo que ese vejestorio peque de indiscreción. Por absurda que sea una calumnia, la gente tiende a creérsela siempre que afecta a los famosos. Ah, la envidia…

Reconozco que el papel que interpreto me ha afectado un poco. Me he identificado tanto con el personaje que a veces hasta hablo y gesticulo como él. Pero tiene su explicación. Nunca me habían dado un papel de tanta fuerza interpretativa y durante tanto tiempo. Es lógico que al cabo de más de una década algo se te acabe pegando de tu personaje. Así que no me preocupa demasiado. El único preocupado es mi buen doctor, al que por cierto he invitado hoy a cenar para comunicarle personalmente lo del premio, pues aun no se ha hecho público.

Son las ocho y todavía no ha llegado. Quedamos a las siete y media. Espero que no me dé plantón después del trabajo que me ha llevado organizarlo todo. No ha resultado fácil disponer de lo necesario para esta pequeña sorpresa. Tengo ganas de ver la cara que pondrá el flemático e impertérrito doctor McPherson cuando vea lo que he preparado en agradecimiento a sus desvelos.

 

—¿Inspector Gallaghan? Soy el doctor McPherson. Disculpe que le moleste de nuevo pero creo que hoy llevará a cabo lo que ha estado planeando desde hace tiempo. Temo que esta noche acabará conmigo.

—Tranquilícese, doctor. Una cosa es que padezca, según asegura usted, el síndrome de Béla Lugosi y se crea que es el descuartizador de Georgetown o como se llame esa dichosa serie de televisión, pero de ahí a que pueda actuar como tal en la vida real… Además, hasta ahora mis pesquisas no han dado resultado alguno en ese sentido. Es muy escurridizo, eso es cierto, pero nunca ha dado motivos para sospechar que sea un psicópata. He indagado en su vida, he preguntado a amigos y conocidos, y nada. ¿En qué se basa para creer que hoy pretende acabar con usted?

—Me han llamado de los estudios de televisión. Han desaparecido los utensilios que usa el personaje en la serie para asesinar y descuartizar a sus víctimas.

—Pero serán objetos simulados, no serán sierras y cuchillos de verdad, digo yo.

—Al principio así fue pero últimamente se empeñó en que tenían que ser auténticos, para dar más realismo a las escenas. Incluso amenazó con abandonar la serie si no se hacía como él quería. ¡¿No le digo que está perturbado?!

—Muy bien. De acuerdo. Voy a darle un voto de confianza. Iré con usted.

—Pero inspector, si ve que voy acompañado, le alertaremos y no sé cómo reaccionará. Podría acabar con los dos.

—No se preocupe doctor. No me verá. Mientras usted llama a la puerta principal, yo subiré por la escalera de incendios y me introduciré en su domicilio al abrigo de la noche. Además, voy armado. Una vez su lunático actor le haya hecho pasar, intente distraerle mientras yo registro el apartamento en busca de cualquier cosa que le delate.

 

Tengo el cuerpo entumecido de estar tanto rato de pie mirando por la ventana. Parezco una réplica de James Stewart en “La ventana indiscreta”. Pero por lo menos no tengo que estar en una silla de ruedas, jaja. ¡Qué grande Hitchcock! ¡Cuánto me hubiera gustado interpretar a Norman Bates en Psicosis!

Ahí está. Por fin ha llegado. Ese es su coche. Lo reconocería a un kilómetro de distancia. No sé cómo puede ir con ese trasto ni cómo todavía funciona. Debe tener tantos años como él. Pero… veo que no viene solo. ¡¿Cómo se atreve a traer a un desconocido?! ¿Quién será el intruso? ¡Pero si es el inútil de Gregory M. Hayes, el agente de Scotland Yard empecinado en darme caza! No le había reconocido sin su capa y su bombín. Mira cómo corre a esconderse. ¡Será iluso! No importa, tendré que adecuar mi plan a la nueva situación. Me llevará más tiempo despedazar dos cuerpos pero ya no hay vuelta atrás. The show must go on.


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