Desde mi cielo.

La veía cada mañana cuando se despertaba. Siempre estaba igual de guapa, o al menos eso era lo que el veía, porque desde que nació, sólo había tenido ojos para ella. Veía cómo su pequeña se aseaba, protestaba un poco por tener que ir tan pronto al instituto día tras día, cómo desayunaba y en ocasiones, volcaba pequeñas gotas de café en sus pantalones del pijama, observaba atento la manera que tenía de sonreír ante el espejo antes de salir de casa. Cada mediodía cuidaba a su niña, para que no le pasara nada en su camino de vuelta a casa, e intentaba darle fuerzas para poder afrontar sus tardes de estudio. Contenía sus lágrimas cada vez que ella se sentía mal, y la abrazaba desde la distancia. Sonreía cada vez que veía que su nieta pensaba en él, que aún le recordaba, que no se había olvidado de todas aquellas tardes en las que él la sacaba a jugar al parque, y después la acompañaba a merendar y la consentía algún que otro capricho a espaldas de su madre.
Porque allí, desde la distancia, desde el cielo, su cielo, observaba atentamente cada movimiento de su nieta.
Porque allí, desde la distancia, desde la tierra, su tierra, ella recordaba a su abuelo cada día, y le dedicaba cada una de sus victorias.

Ésto va por ti, abuelo.