En su ojo derecho habitaba una bola de vidrio inamovible que parecía haberse encarnado hace mucho tiempo. En la cuenca izquierda tenía una catarata mal llevada. Era obvio que sus pies agrietados tenían la memoria clara de cada piedra en el camino, solo así se entendía que su desplazamiento atortugado fuese tan firme y seguro.
¿Quién los mando a morir? –preguntó el viejo con la voz cruda. Nos reímos extrañados, nerviosos.
Venimos a trabajar para la minera –respondió Trinidad.
Ustedes son gente de tierra árida –nos dijo-. Se les escucha en el andar… lo tienen sonso.
Miren –retomó la conversación-, por acá la gente se pierde. Aparte, la humedad les va a tronar los huesos. Mejor dense vuelta y busquen otra ocupación.
Trinidad nos señaló la vereda para seguir avanzando y con la mano nos arengó para ignorarlo y continuar.
Él los invita a avanzar – advirtió el viejo-, pero yo veo con otros ojos. Y yo les veo mal augurio.
Le dimos las gracias y avanzamos. Ahí se quedó, hablando en un dialecto incomprensible, agitando su bastón en dirección nuestra, como si le dijera algo al viento.
2
El ruido de las camionetas sobre el suelo húmedo me despertó. Eran , por lo, menos, tres.
Al aclararse mii vista reconocí el lugar: estaba dentro de aquella choza rústica en la que días antes nos advirtieron no seguir el camino. Amordazado y atado de pies y manos.
Los vi pasar –dijo aquella voz oxidada y conocida-. Les dije que se volvieran, pero no me hicieron caso.
El hombre que hablaba con él le contó: algo atacó a los muchachos, algo grande. Solo encontramos partes.
Se quedaron callados, entendiendo la magnitud de lo que se estaba relatando. Aquel hombre dio las gracias, le aconsejó cuidarse mucho y se retiró.
El viejo misterioso cerró la puerta y entró, dirigiéndose entre las nieblas de su existencia. Se sentó a mi lado, en un banquito de madera y palma.
¿Ya ves, joven? Yo les avisé que se fueran –me dijo en una voz bajita y seca. Parecía producir una ligera respiración burlona en cada pausa de la voz.
Ya sé cómo es esto – siguió hablando- ya sé: traen unas cajas de madera y les echan piedras adentro, ponen los pedazos que encontraron de cada persona, o la ropa. Después clavan las cajas con mucho esmero y las entregan a sus familias para que las entierren, luego les dicen que algún grupo comunitario los fileteó a machetazos por haber invadido sus tierras. Les meten miedo para que no abran las cajas. Es la ley de por aquí.
3
Se deshizo del jorongo de todos los días y se quitó los huaraches en un movimiento complicado y parsimonioso.
Antes de irse me ahumó con un sahumerio viejo y me agarró a golpe de ramas, siempre hablando en su dialecto ininteligible.
En cada golpe de la rama yo sentía que la vida se me iba y un cansancio incomprensible me consumía. Poco a poco el mundo se me fue volviendo niebla y pude sentir mi piel agrietada.
De pronto, escuché su voz, y ya no era la suya, sino la mía. Mencionó uno a uno el nombre de todos mis familiares.
Es hora de irme –dijo al tiempo de desamarrarme y desvestirme-. Ahora serán mi familia.
Mira –continuó-, ahorita sientes el peso de lo que cargaba yo, pero va a pasar conforme vayas comiendo. En tres días hay luna llena, así que cuando sientas que la espalda te empieza a crujir, solo ponte la piel de animal que está sobre la mesa. Ahí vas a ir entendiendo todo.
Si alguien viene, adviértele que no siga, si no te hacen caso, podrás alimentarte bien.
Ojalá te caiga pronto alguien con el alma pura, así ya puedes dejarle encargada la zona y te regresas con su familia, para que sea tuya.
Por último, si vas al pueblo y escuchas a la gente hablar del perro negro, hazte el loco y diles que están pendejos, este es un bosque tranquilo y aquí nunca pasa nada.
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