El juglar

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Soy un estudioso de códices y partituras de la Edad Media. He llegado a la conclusión que todas poseen la misma tonalidad: amarillenta.

Entre un montón de papeles hallados en un monasterio, se encontró un texto sobre la vida de un juglar. Lamentablemente faltaban algunas hojas, pero de lo que pude rescatar y una vez traducido, se leía:

—Mi nombre es Beltrán. Nací en un pueblo de Castilla de cuyo nombre sí puedo acordarme, pero no me apetece hacerlo. Mi madre se dedicaba a ese oficio que la gente llama «el más antiguo del mundo». Uno de sus clientes me acercó al mundo de la poesía y la música. Cantaba las gestas de héroes guerreros habidas en pasadas batallas. Se acompañaba de un instrumento de cuerda e ilustraba la narración con gracia bailando y poniendo  énfasis en determinados pasajes.

Viendo mi madre la pasión que yo desarrollaba  por la juglaresca, me compró un laúd que aprendí a tañer al pronto asesorado por mi «padre ocasional». Pasado un tiempo, deseaba volver a los caminos y me ofreció acompañarle. Tras los abrazos y lloros de rigor, abandonamos mi hogar con un zurrón repleto de queso, cecina y una hogaza de pan. En mi mano el flamante laúd que ansiaba tocar frente a audiencia.

Aprendí a bailar y a recitar cada vez con más encanto. También a robar gallinas cuando los beneficios eran exiguos, fue entonces cuando tuve mis primeros seguidores, aunque no lo eran de mi música como puede imaginar el lector.

 

Estuvimos actuando juntos durante dos años hasta que mi maestro se fue, literalmente, con la música a otra parte. Se lió con una viuda de buen ver y a él no le vi nunca más.

 

Acerté a pasar por una pequeña localidad donde fui muy bien acogido. Lo mío era tocar las cuerdas, pero no les hacía ascos a las locas ni a las hijas del alcalde. Cuando éste se enteró de mis recitales, decidió colaborar con los cantos… en su caso cantos rodados que, muy gustoso, me tiró a la cabeza mientras yo salía del pueblo a toda prisa.

Seguí dando tumbos hasta que, actuando en un tugurio de una ciudad, me vio un ilustre cortesano que me llevó a su castillo. Desde entonces  amenizo las jornadas a las gentes que en él moran. Traje a mi madre a vivir conmigo. Dejó de acostarse con los hombres por dinero. Ahora lo hace sin cobrar.

Me visto con trajes caros y como todos los días. Me casé con la hermana pequeña de la cocinera. Llevo una vida ordenada, empiezo a entrar en carnes y me rodean mis cinco hijos.

¡Cómo echo de menos recorrer mundo!


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