UN CUENTO DE NAVIDAD

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                                        UN CUENTO DE NAVIDAD

 Siempre hacía frío, arropado con una manta de colorines y sentado en los pieceros de mi cama de ‘spring’, miraba hacía los potreros del frente de ‘la casa’, a través de las rendijas que dejaban las tablas de las paredes.

  Un día descubrí que los comejenes habían hecho fiesta en la madera, y con el clavo de un trompo, abrí un hueco más grande para ver mejor aquellos fantásticos amaneceres.

  La bruma se levantaba sobre los verdes pastizales de pangola, perlados por las cristalinas gotas del rocío nocturno. Una claridad amarillenta, poco a poco alumbraba aquel cuadro, donde se podían ver los matorrales de bulto (Ipomea Rosa) con sus flores acampanadas de color rosa y las enredaderas de campanitas multicolores (Ipomea amarilla, blanca y roja) que, en desorden adornaban el paisaje.

  Una madrugada, mi papá me encontró ahí, asomado en mi mirador y me pregunto, —¿qué es lo que ves?

—El maravilloso espectáculo del amanecer—le contesté.

  Con un gesto, hizo que me corriera un poco y se sentó a mi lado con la intención de ver lo que veía yo. Un parpadeo casi imperceptible y la rápida contracción de sus pupilas me indicaron que aquel hombre duro, rudo, de modales bruscos y cuyas órdenes jamás se discutían, había captado enseguida aquella visión.

  Se levantó en silencio, me miró a la cara mientras me daba unos golpecitos en un hombro. Ese fue el gesto más cariñoso que en mi vida, tuve de mi padre y, eso bastó para comprender toda la bondad que siempre ocultó bajo su coraza de macho.

 

  De camino al patio, paró un momento en la puerta de la cocina para recibir un pocillo de humeante café que mi madre le ofreció.

¿Qué pasa con ese pelao? — Oí que le preguntó mi mamá—

Ese carajo no va a servir para el monte — fue su respuesta—.

—¿Y eso? —Insistió mi vieja.

—Él, parece que ve el mundo de otra manera.

 

  En ese momento no entendí del todo lo que quiso decir, como tampoco entendía por qué el niño Dios no venía en diciembre a ver aquellos bonitos amaneceres y de paso dejarnos algún juguete.

  Con el tiempo, aprendí que aquel niñito solo aparecía cuando había buena cosecha y mi viejo, después de vender sus productos, regresaba de Cartagena con unos paquetes misteriosos, metidos en costales de fique.

  Entonces nos levantaban en la madrugada grande para recibir los regalos del niño Dios y empezaba la algarabía de los pitos, las cornetas y el ruido de los carritos de pasta, rodando en el piso de tierra. Antes de que amaneciera del todo, se notaba que los adultos estaban desesperados por el bochinche, y arrepentidos de haberle abierto la puerta al niño Dios.

 

  Ya adulto y con tres niños, viajé para un diciembre a mi pueblo, con la intención de visitar a la familia y a los amigos, volver a ver aquellos bucólicos amaneceres y, además; hacer que mis hijos bebieran de esa fuente de bacanería que es el ambiente del caribe.

  La pangola había sido reemplazada por pasto de corte, los matorrales de bulto y campanitas, no existían, y la claridad amarillenta del sol llegaba tarde; mi padre había perdido parte de su fogosidad y de su vista, y una hipertensión incipiente; le producía a mi anciana madre unos dolores de cabeza persistentes.

 

  Los cachaquitos (así les decían), se integraron rápidamente con los demás niños de la familia. Ese 24 por la tarde, departíamos varios hermanos en la puerta de la casa materna, cuando apareció de pronto una camioneta de platón, repleta de juguetes y paró casi al frente de donde estábamos. Un reguero de niños descamisados y descalzos corrió hacia el vehículo cuyo platón se vació rápidamente a medida que un hombre obeso, repartía los paquetes envueltos en papel celofán.

  Los míos, también corrieron hacía el vehículo, pero antes de llegar, este arrancó, dejando a muchos pequeños, frustrados. Mis tres hijos se devolvieron llorando, entonces los abracé para consolarlos.

 

  No lloren —les dije— esos regalos eran para los niños pobres.

Los tres levantaron sus caritas mojadas por las lágrimas, y como si se hubieran puesto de acuerdo, me contestaron en coro.

—¡Nosotros también somos pobres! —


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