Sintió una mirada penetrante en medio de la madrugada. No era la primera vez; tuvo la misma sensación los tres mil quinientos días anteriores a ese.
Abrió los ojos lentamente y comprobó que era ella: recostada de lado, con la mano derecha interponiéndose entre la almohada y su rostro pacífico. Durmiendo con la placidez de cuándo estaba viva.
Se incorporó con una serenidad de guardia en vigilia –para no despertar a su espectro- y fue a la cocina, abrió algunas cajoneras y volvió a la cama casi inmediatamente. Se acostó en calma y la vio acomodarse para reconvenir el sueño.
Giró el cuerpo para estar en su misma posición, pero de frente.
Al amanecer, la señora de servicio encontró un rastro de sangre que iba desde la cocina hasta la recámara. Apuró el paso y pudo comprobar –en una extraña calma- que lo había cumplido. Porque ese hombre taciturno era persona de palabra y ya había dado indicios de sus intenciones en las cenas familiares…
Trasluciéndose, a través de la fuga de luz en la ventana y las partículas de polvo flotantes, yacía su cuerpo, soñando en la paz de la muerte.
Y es que la noche anterior había decidido que la vida se le había vuelto un inconveniente, por eso cogió el cuchillo de cocina y trazó dos líneas profundas y certeras a la altura de las muñecas.
Según última voluntad, la casa fue cerrada para siempre, dejándola consumirse en su propio polvo y a merced de las plagas citadinas.
Desde entonces, en las cortinas se dibuja la silueta de sus ánimas revoltosas, reunidas de nuevo; bailando y amándose sin obstáculo en el sendero de lo infinito.
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