Peter Pan podía ser lo que siempre ha sido: un niño abusivo e insoportable, pero también podía ser un gigante, o un caballero medieval contra el dragón del calabozo más grande del mundo. No importaba… ella lo creía.
Alguna vez Caperucita roja hizo un desmadre de lobos empalados en su huerta. Señalaba uno, según el ánimo del sueño llevado, luego acudía dónde él, y le prendía fuego. No importaba… ella aún lo creía.
No me culpes, por favor. Fueron los dos libros únicos que alcancé a rescatar antes de que el mundo se extinguiera. Así que aquellos personajes limitados tenían la exigencia de ser lo que al día y sus exigencias se le antojara.
Habrán sido astronautas, maromeros, dictadores, galleta de jengibre, hombres de malvavisco, navegantes de barquitos de cáscara de nuez, tripulantes del Apolo 11, los tres cochinitos…
Y no importaba… ella seguía creyéndolo.
Así los soles pasajeros, despertando de un lado y yéndose a dormir del otro, implacables, imparables, reveladores.
No había reparado en lo mucho que había crecido; hasta el día aquel: Peter Pan estaba soldando un compartimiento metálico, mi dedo seguía el párrafo y mi mente me dictaba, voraz, el siguiente paso para echar a andar la nave y llegar a Júpiter, pero fue ahí, -justo cuando Campanita apretaba una tuerca- que ella me pidió parar: ahí no dice eso –confirmó-.
Ah, ¿y qué dice? –pregunté, fingiendo con una cara de sorprendido-.
“Morir será una aventura impresionante” –leyó ella, recargando el índice sobre la hoja. Leyó con una dificultad entendible, pero con una seguridad impresionante-.
Es cierto, dice eso–respondí.
Juegas a ser un dios –dijo antes de coger el libro e incorporarse. Supe que había dejado de creerme. Entonces nuestro tiempo compartido se volvió silencio.
Así que entendí cuando se fue. No ha vuelto hace cincuenta soles. Y ojalá no vuelva, debe estar en algún lugar, buscando entre los escombros las historias de narradores más confiables.
Ojalá pueda encontrarlos.
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