Hacía casi un mes que la imagen a rayas de colores en la televisión y el beep penetrante que la acompañaba se habían vuelto una constante. Algunos días sin señal, otros días solo ruido.
Suspiró: otra mañana sin noticias.
En la lejanía de la ciudad, las torretas encendidas de muchas patrullas y ambulancias iluminaban los edificios con su intermitencia puntual.
Cerró la cortina y dio el último sorbo a la taza de café. Se asomó a la recámara y comprobó que ellas aún dormían; se despidió en silencio.
Atravesó la sala entre la luz azulada del amanecer, colocándose el abrigo al paso.
2
Volvió tres minutos después.
Había patinado por las escaleras de servicio para subir lo más rápido posible. Entró sin cuidado alguno y agitó a su esposa con vehemencia. Ella lo vio, tenía la misma cara de trastornado que puso el día que se le rompió la fuente.
La llevó a la sala sin decir nada, desesperado, jalándola del brazo.
Abrió la cortina y ella elevó la mirada al cielo.
Ella se quedó casi paralizada. Giró lentamente, parpadeando involuntariamente y negando con la cabeza.
Se miraron fijamente, escuchando el rumor asustado de la gente afuera.
¡Son ellos!, ¡son ellos! –gritaba él mientras buscaba el arma en la vitrina de la sala.
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