Laberinto

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Benjamín Arbelloa, en un nuevo cuento, sitúa a un hombre perdido en un laberinto vegetal bajo una noche de luna llena. El personaje cree estar dentro de un sueño y no sabe quién es ni qué hace allí.

   El hombre mira al frente y detrás del pasillo gris donde está parado, pero la claridad de la luna le muestra siempre la misma imagen. Camina sin rumbo, sabiendo que ignora hacia dónde se dirige. Al final del pasillo hay una bifurcación, donde otro pasillo termina a ambos lados en otra bifurcación. Mira hacia un lado y ve que está mirando exactamente lo mismo que acaba de ver hace un momento, cuando se acercaba al bifurque, y que será idéntico al lado opuesto si acaso mire hacia allí. No necesita preguntarse dónde se encuentra, ya lo sabe. Entonces sigue, con la convicción de que avanzar es lo mismo que retroceder.

   "Maldita simetría", musita, apretando los dientes mientras sigue adelante, no porque albergue la esperanza de encontrar la salida al final del pasillo ni en el próximo ni en los que le sigan, sino porque está con frío y mantenerse en movimiento es fundamental. Y así, en ese continuo seguir, doblar, volver a seguir y volver a doblar sin tiempo, sigue avanzando. Nota, entretanto, que lo único que cambia es la posición de la luna, pero siempre repitiendo una cuádruple secuencia de luz y sombra: adelante, detrás, a la derecha y a la izquierda; en fin, más de lo mismo una y otra vez. 

Benjamín hace un paréntesis en el trabajo, porque recuerda que tiene un compromiso ineludible esperándolo en la ciudad; de manera que cierra el cuaderno y se marcha. 

En ese preciso instante la luna desaparece inexplicablemente. La luna y las estrellas, como si un velo negro hubiera sido puesto por manos invisibles sobre el laberinto. El hombre apoya la espalda sobre la blandura vegetal que reviste las paredes; está asustado, quizás presienta un peligro oculto en la oscuridad. Siente que la noche se torna más fría aún. Busca en sus bolsillos no sabe qué y descubre que fuma. Enciende un cigarrillo y trata de aquietar sus pensamientos que giran en el borde de un agujero negro de incertidumbres. De pronto tiene una idea: hiende las manos en la vegetación y a tientas busca pequeñas ramas secas; una, dos, cien, todas las que puede. Hace un montón en el medio del pasillo, vacía el paquete de cigarros y con el papel consigue que las ramas ardan; en seguida arranca más ramas, secas, verdes, con hojas y todo, despedazando un buen tramo de pared. Por fin entra en calor, por el fuego, que, además, le infunde algo de seguridad, y por el esfuerzo que ha hecho, pero continúa hasta quedar extenuado, además que le arden las palmas de las manos. Estima que la hoguera durará una media hora, o un poco más quizás, sin que necesite ser alimentada con nuevas ramas; así que se sienta, se apoya contra la pared y enciende otro cigarrillo. Cuando termina de fumar se recuesta alrededor del fuego, y el sueño lo vence. 

4

 

   Benjamín resuelve el compromiso pendiente en la ciudad y una hora más está de regreso. Pero al doblar en la esquina, se queda atónito con la visión alucinante delante de sus ojos: las llamas devoran su casa. 


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