Zulema vuelve a llamarlo.
"¿Con esta van cuántas, diez, quince, veinte veces?"
Ya perdió la cuenta hace mucho.
"No está en el trabajo ni en el club ni en el bar y, claro, tampoco en el departamento. ¿Dónde está, entonces?"
Enciende otro cigarrillo con la colilla del que acaba de consumir.
"Con otra, seguro, con una nueva conquista, como hasta el último día de su vida".
Aprieta los puños.
"¡Va a perder el pelo pero no las mañas! Ya lo veo en un hospital, antes del último suspiro, agarrándole la mano a una enfermerita tonta, rubia y tetona, como al degenerado le gusta".
Llena un vaso con whisky.
"¿Cuántas veces me prometió que era la última aventura? ¿Cuántas veces me dijo, mirándome a los ojos, el muy caradura, que yo soy la única? ¿Y cuántas veces me juró de manos juntas que ya no está para esos trotes?, y sin embargo... cuando no es un cabello pegado al sobretodo es la tapa de un lápiz labial debajo del asiento del auto, o las malditas tarjetitas perfumadas en la caja de correo".
Bebe un trago de whisky, enciende otro cigarrillo y aplasta con rabia la colilla del otro en el cenicero, dejando caer cenizas sobre la mesa.
"Da para hacer un rosario de pecados. ¡Ah, pero siempre las mismas disculpas!, que no está hecho para el casamiento, que necesita espacio y casarse significa perder la libertad. Siempre con un dejémoslo así que está bien, que el casamiento mata el amor y cuanto cuento disfrazado de disculpa encuentra más a mano".
Toma otro trago.
"¡Mentiras y más mentiras! Como si no lo conociera yo".
Enciende otro cigarrillo.
"Y ahora resulta que no aparece por ningún lugar, el muy bonito. ¿Cuántos moteles hay en la ciudad?, cientos. ¿Y cuántas mujeres solteras?, miles. ¿Y cuántas mal casadas, aburridas o con ganas de echar una cana al aire?, casi todas las mujeres del mundo. Imposible de calcular".
Acaba el whisky, se sirve más.
"Pero hoy es la última que me hace; esta es la última gota que rebalsó el vaso. Como que me llamo Zulema, que hoy me las paga todas juntas".
Busca una silla en la cocina, va a la habitación y saca de encima del ropero la caja de zapatos donde guarda la pistola que él le compró para que se sintiera protegida por la noches. La mete en la cartera y sale de casa.
El auto corre veloz, tragando calle tras calle.
"Lo voy a esperar en la entrada y esta vez ni lo dejaré hablar, para que no acabe convenciéndome como siempre. No, esta vez le vaciaré el cargador en el corazón sin remordimiento. Al final, tantas veces me lo ha roto él, ¿por qué no una única vez yo?"
El auto sigue veloz, los semáforos no cuentan.
"Esta vez no caeré en tu labia, Ramiro. Te dejaré con las ganas de morirte agarrado a la mano de la enfermerita tetona esa".
Toma la última curva y antes de bajar por la colina, ve que las luces del departamento de Ramiro están encendidas.
"¡El maldito está en casa! ¡El hijo de puta no ha querido atender mis llamadas! ¡Los mataré a los dos!"
Gritos furiosos salen por las ventanillas. Pisa más a fondo el acelerador, el asfalto hierve.
Delante del edificio hay patrulleros y una ambulancia. Zulema siente un golpe en el pecho. De las mil doscientas personas que viven allí, solo piensa en una sola: Ramiro, la única que le importa en el mundo.
Frena, baja y corre hacia el edificio derramando lágrimas. La policía ha cercado el área. No ve la cinta listada que restringe el acceso, la verdad no ve nada, ¡no quiere ver nada!
Un policía la ataja. Oye que alguien, el portero quizás, dice que la dejen pasar, que la conoce, que es la novia o algo así. El policía la deja seguir. En la entrada un paramédico la detiene.
Lo siento mucho amiga, ha muerto por la mañana, le dice.
"¿Quién ha muerto? Está equivocado, ¡el mundo está equivocado!"
No quiere oír lo que se niega a creer. No quiere ni pensarlo, sin embargo...
La puerta del ascensor se abre, otros paramédicos empujan una camilla. No quiere, pero tiene que ver, ¡ver que no es Ramiro! comprobar que se han equivocado.
"Mil doscientas personas viviendo aquí... entonces ¡¿por qué...?!"
Levantan la sábana, hay que identificar el cadáver. El mundo desaparece bajo sus pies.
"¡¿Por qué me has hecho esto, Ramiro?! Si lo del arma era mentira, como en las otras veces; si yo me iba a dejar convencer, como en la otras veces; si te iba a perdonar como siempre. Nunca, mi amor, tendría el coraje de dispararte".
Las lágrimas ruedan por su rostro, le mojan el pecho. Alguien le ofrece un pañuelo. Zulema lo desdeña, en la cartera tiene el propio, con las iniciales de Ramiro bordadas en una punta. Mete una mano, entonces sus dedos tocan el frío metal del arma, en ese preciso instante recuerda que el portero, o quién sea, dijo que ella era la novia o algo así.
"O algo así".
Se oye un disparo.
Todo acaba.
Comentarios
COMENTAR
¿Te ha gustado?. Compártelo en las redes sociales