Amor prohibido

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José miró hacia todos lados; no había un alma viva en la plaza, salvo dos o tres linyeras durmiendo la mona sobre algunos bancos. Esperó que los ocupantes del auto que acababa de estacionar en la calle 11 de septiembre bajaran y entraran al edificio. Entonces saltó las rejas y cruzó la plaza en sentido diagonal hacia la calle La Pampa, siempre cuidándose de no ser visto. 

   Libertad ya lo estaba esperando en el banco de siempre, a la sombra de la arboleda. Cuando José llegó se deshizo del sable y se sentó a su lado. Se miraron detenidamente en silencio por unos segundos, como si no se vieran durante mucho tiempo, o mejor dicho, durante muchas noches, las únicas horas en que pueden verse. Por fin se besaron apasionadamente. 

   ¡Qué injusta es la vida!, se quejó José, acariciando las manos de su amada.

   ¡Y justo a nosotros nos viene a pasar! A ti, que has luchado en mi nombre, y a mí, en quien la civilización debería espejarse, se lamentó Libertad, con voz sentida. 

   Tienes razón, sin embargo, acá estamos presos, condenados a vivir nuestro amor en secreto. Los ojos de José se hundieron en los de Libertad y llegaron hasta su alma. 

   Terminar como esclavos, ¡qué castigo!, gimió Libertad, apoyando su cabeza en el hombro de José. 

    En ese momento, distraídos en sus diálogos lastimeros, no vieron a un borracho que se acercaba. Al verlo detenerse frente a ellos y quedarse mirándolos, como si viera a dos fantasmas, se les fue la voz. El borracho dijo algunas palabras ininteligibles, levantó la botella de licor que sostenía en una mano por el gollete para examinarla a contraluz y exclamó, ahora claramente comprensible: 

   Tengo que largar esta porquería. Entonces arrojó la botella contra las baldosas del paseo y siguió con pasos inseguros hasta la confluencia de la avenida Virrey Vértiz con la calle La pampa y siguiendo por la misma, luego de cruzar las vías del ferrocarril Mitre, no se lo vio más. 

   Los enamorados, repuestos del susto y no queriendo ya tentar a la suerte, se despidieron con un apasionado beso y cada uno se encaminó a su respectivo sitio. 

   Desde su pedestal, la estatua de La Libertad vio cómo su amado, el mariscal José de Sucre, se dirigía al suyo. 


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