La casa embrujada

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Eso me pasa por metido, pensé, apenas puse el pie adentro, por querer demostrarle a los muchachos que soy valiente y que no hay nada en este mundo que me meta miedo.

La casa tenía fama de estar embrujada, desde chico oía la misma cosa, en la boca de mi abuela y de los más viejos del pueblo. Daniel y Cabito fueron los únicos que trataron de persuadirme. "No seas loco", me amonestó Daniel. "No le hagas caso a los otros", me advirtió Cabito, refiriéndose a los demás miembros de la barra, su hermano Roberto y Lito. Pero yo no les di oídos a ninguno de los dos, ¿acaso ellos me iban a pagar, viernes, sábado y domingo cuantos tragos quisiera en El Laberinto? No.

El trato fue el siguiente: yo debía aguantarme adentro de la casa desde las siete de la noche hasta la mañana. Y no valía hacer trampa, como escaparme a mi casa y volver a eso de las seis de la mañana, porque se quedarían en la vereda de enfrente para vigilar que cumpliera lo acordado. Entonces, en un momento en que no pasaba nadie, forcé la puerta con una barreta, que Roberto, no bien la puerta cedió, se la quedó, diciéndome que si hubieran fantasmas me las tendría que arreglar a las trompadas. Pero ¿fantasmas por acaso no son transparentes? Confieso que apenas entré sentí algo en el estómago, pero ya era tarde para arrepentimientos.

El interior olía a encierro, a humedad, a polvo viejo, creo que ese sea el verdadero olor de la soledad. Unos muebles desvencijados, monstruos sombríos, me esperaban para hacerme compañía, y los bichos que habitan en los lugares encerrados, cucarachas, ratas y arañas. Aproveché la poca penumbra que se colaba por las hendijas de las ventanas que daban a la calle y sacudí el polvo dormido sobre un sillón que apestaba a olvido. Después espié hacia la calle, la guardia pretoriana estaba a puestos; bebían cerveza y reían, seguramente de mí. Pero si creían que no estaba preparado para aguantar una noche de espanto estaban bien equivocados, desde el martes a la mañana que no pegaba un ojo y era jueves. Dentro de un rato me dormiría como un oso y no habría fantasma que me hiciera despertar, por las dudas taparía los oídos con dos pedazos de goma espuma que arranqué del colchón de mi cama. Y así, sin oír nada y con los ojos cerrados, el sueño me agarró aplastado en el mugroso sillón.

De pronto, en algún momento impreciso, una claridad de los mil demonios me traspasó los párpados y me hizo volver a la realidad, una otra realidad quiero decir, jamás pensada por lo imposible de ser imaginada. Una mano gigante se metió por la puerta de entrada y hurgaba cerca de mí, buscando quién sabe qué cosa. Me levanté de un salto y me arrinconé contra un aparador destartalado. Después vi que un ojo grande como un planeta miraba por la puerta y las ventanas para todos lados, me acurruqué un poco más y recé para no ser visto por aquel gigante monstruoso. Sin dudas todavía debo estar soñando, pensé. Poco después sentí la casa moverse y empecé a rodar de aquí para allá sin poderme agarrar en nada. Los pocos muebles que había, y más unas latas de pintura oxidadas se escabulleron por la puerta de entrada, junto con la polvareda que se levantó cuando comenzó la agitación, mientras yo quedaba colgado del picaporte de una puerta, rezando para que la puerta vieja aguantara mi peso. Después la casa volvió a quedarse quieta y nivelada. Afuera se oían voces que sonaban como truenos, o mejor dicho como se oyen las voces de un disco de 45 rpm cuando se lo pone en 33. Corrí hasta una de las ventanas para espiar, ni la vereda de enfrente ni mis amigos se encontraban más allí, en su lugar una silueta humana gigante andaba encorvada de aquí para allá, refunfuñando porque no encontraba unos juguetes. 

¡Ajá!, gritó con voz de trueno, al dar con una caja debajo de una cama. En seguida lo vi venir y corrí de nuevo a esconderme en otra habitación. Oí que una puerta se abría y un estruendo, después un fuerte portazo. En seguida oí alguna agitación del otro lado de la puerta y voces; voces parecidas a la mía, a voz normal quiero decir, entonces me animé a asomarme. Se trataba de juguetes, juguetes de mi tamaño, que se movían como cualquier ser humano, aunque fueran de plástico y de goma. Y la pesadilla empeoró: parece que a los juguetes no les gustó mi presencia, principalmente a un soldado de caballería americano, porque apenas me vio gritó: "Enemigo, enemigo" y corrió hacia mí con su fusil, que terminaba en una filosa bayoneta. Alcancé a cerrar la puerta justo a tiempo cuando asomaba el arma. La bayoneta quedó atrapada entre la puerta y el marco, y antes que el soldado empezara a tironear, le di una patada con la suela de la zapatilla y la lámina cayó. De inmediato sentí los empellones contra la puerta, me apoyé contra ella y a duras penas conseguí recoger la bayoneta y arrancarme una manga de la camisa con la cual conseguí envolver la bayoneta para no cortarme la mano al empuñarla. Pero cuando estuvo lista, ahí sí, me aparté de la puerta y dejé que el soldado entrara, gritándole: "Ahora vas a ver soldadito de mierda lo que te espera".

No sé lo que pasó por mi mente mientras mataba a aquel juguete de plástico, lo que sí puedo decir es que me sentí aliviado al deshacerme de la amenaza hostil que representaba. Después, envalentonado por la victoria, salí de la habitación determinado a hacer una carnicería con los otros juguetes, pero vaya sorpresa que me llevé. Todos me dieron la bienvenida con estruendosos "¡Viva el nuevo líder!", y enseguida vinieron a abrazarme. Entonces volví a sentirme seguro, pero poco después ya no me importé ni un poco si todo era un sueño o una pesadilla, ni si me quedaría en aquel estado para siempre, porque entre los juguetes había una Barbie vestida de enfermera, de la cual, apenas la vi, me enamoré perdidamente. 


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