En el mismo momento en que Roberto nació, los médicos se percataron. El recién nacido tenía un cromosoma defectuoso que le impediría de por vida tener melanina. Era, en fin, un niño albino. Durante toda su vida había estado encerrado protegiéndose del sol. Sólo salía al atardecer y si debía exponerse a la luz solar, lo hacía siempre con manga larga, gorro, guantes y gafas oscuras independientemente de la estación del año de la que se tratase. Debido a su circunstancia pasaba muchas horas frente al ordenador y fue navegando por internet cuando lo descubrió.
Para Roberto era el Paraíso en la Tierra. Un pueblecito del Pirineo a la sombra de un monte que semejaba un león agazapado mirando al valle, al otro lado del pueblo, una pirámide blanca como él, que le fascinaba. Todos los días visitaba aquella mágica web. Decididamente quería vivir en ese paraje.
Consiguió ser trasladado para trabajar allí. Estaba feliz viviendo su sueño. Empezó a descuidar la mucha protección que su deficiencia requería, tantos años encerrado…necesitaba salir de día, ver las cumbres, sentir el aire puro en su cara…
Pasaron los años, desarrolló un cáncer de piel que acabó con él unos meses después. Como el propio Roberto había dispuesto, yo, su hijo, subí hasta la cumbre de su «León Agazapado» y allí esparcí sus cenizas junto a unas rocas lejos del camino. Mi esposa no pudo acompañarme dado su avanzado estado de gestación. En su vientre se desarrollaba nuestro hijo albino.
Al año siguiente alguien del pueblo lo comentó. Fui a comprobarlo a los pocos días. Casi en la cima, entre unas rocas lejos del camino, un puñado de edelweiss había brotado. Todas muy blancas y mirando hacia la pirámide nevada.
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