—Una criatura adorable…y ¡qué voz!—era el comentario habitual cuando oían cantar a ese niño rubicundo de mirada vivaracha.
Continuó sus estudios musicales en una escuela de Milán, su ciudad natal, regentada por el severo profesor Antonio Parisi quien controlaba todas las actividades relacionadas con los alumnos.
Ya que su familia era de escasos recursos, la escuela sufragó la formación de Doménico en aras de potenciar la prodigiosa voz de la que estaba dotado. Tanto fue así que, cuando llegó a su etapa adulta, era reconocido en las más célebres salas de conciertos europeas como un cantante de extraordinario talento. Óperas, cantatas…con ellas cosechó fama y fortuna.
A pesar de su enorme corpulencia, la voz aflautada y ese aspecto infantil que se reflejaba en el rostro, todavía lampiño, tenía mucho éxito entre las mujeres.
Entre todas ellas, el cantante reparó en una joven, Stella, hija de un barón de la Toscana a la que conoció en una fiesta de postín a la que ambos habían sido invitados.
El amor no tardó en hacer mella en ellos y pronto se casaron. Al no tener hijos, parte de su muy considerable patrimonio lo invirtieron en fundar un colegio donde algunos profesores impartían clases a niños pobres a expensas de Doménico. Allí les enseñaban a leer, a escribir y todas las materias que harían de los alumnos unas personas poseedoras de la cultura y la educación que les permitiría salir de la miseria a la que, por nacimiento, estaban abocados. Aunque la música era una de las asignaturas, la enseñanza del canto estaba vetada.
El matrimonio pasaba temporadas en su casa de Milán siempre que los conciertos se lo permitían. En una de ellas sucedió.
Una noche fría de noviembre y tras seguir al profesor Parisi, le cortó el paso en un oscuro callejón. Puso una pequeña daga en su cuello y comenzó a hablarle:
—Me habéis amargado la vida. Gracias a vos poseo una inmensa fortuna, pero para ello he sacrificado gran parte de mi felicidad. No he podido engendrar hijos, ni siquiera he gozado de las relaciones íntimas que conllevan el matrimonio. No temáis, será breve. Tal y como vos decíais a los desgraciados alumnos de la escuela de canto: «un simple corte».
Un simple corte, sí. A la altura de la yugular. En unos minutos, Antonio Parisi yacía muerto en un charco de sangre.
A la mañana siguiente, todo el mundo hablaba de ello. Los testimonios de los escasos testigos eran contradictorios. Bien se había cuidado Stella de ir vestida con ropas de mendigo para no ser identificada como la autora del crimen.
Ni siquiera su marido sabría nunca la verdad.
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