Un columpio a ninguna parte

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Me gusta jugar en los columpios. Me fascina la sensación de libertad que su balanceo produce en mí, ver mis dorados cabellos danzando en el aire, en contraste con el azul del cielo y siguiendo el ritmo que marca el chirrido del viejo columpio. Me gusta porque, durante unos breves momentos, mi alma y mi mente se ven libres de las preocupaciones que suelen asolarlas, esas preocupaciones tan iguales y a la vez tan diferentes de las de los otros chicos de mi edad. 

Me preocupa el tiempo que hará mañana, por si la lluvia me impide salir a jugar. Me preocupan esos gatos y perros abandonados que van a dar con sus huesos en el frío suelo de una jaula en una perrera, donde las malas lenguas dicen que son ejecutados en el caso de que no encuentren un dueño a tiempo. Me preocupan los vagabundos y los pordioseros, en parte porque me hacen preguntarme si alguna vez acabaré como ellos. Me preocupan también los niños africanos, cuya piel morena cubre unos brazos excesivamente delgados y cuya tripa hinchada constituye un síntoma inequívoco de una alimentación que deja mucho que desear. 

Pero también me preocupa que mis jefes se enfaden conmigo o que uno de sus clientes se comporte de una manera excesivamente violenta. Me preocupa contraer una enfermedad venérea, como ese sida del que tanto hablan. Y, ahora que acabo de entrar en la pubertad, me preocupa la posibilidad de un embarazo inesperado, ya que supondría una boca más que alimentar y una razón para atraer la ira de mis jefes sobre mí. También me preocupa que alguna de mis compañeras sea víctima de cualquiera de las desgracias que acabo de enumerar. Porque, a mis doce años, soy prostituta. 

Mis compañeras estaban ambas trabajando, por lo que yo me encontraba sola en el viejo columpio del patio. Mis pies descalzos apenas rozaban el áspero suelo de cemento, en el cual yo había clavado la mirada, inmersa en mis pensamientos. Mis manos, pequeñas y sucias se aferraban con firmeza a las cadenas que me suspendían en el aire. Me hubiese gustado que ese momento durase una eternidad, ese momento en el que yo, inocente, desconocía el futuro que me aguardaba sobre ese mismo columpio. 

Oí los dos giros de la llave de la puerta de nuestro cuarto y, confiada, supuse que sería uno de mis jefes trayendo de vuelta a alguna compañera. Qué equivocada estaba. En su lugar apareció uno de mis jefes, sí, pero no iba acompañado por ninguna de las otras niñas. Avanzó hacia el umbral de la puerta del patio y me miró fijamente, mientras yo intentaba esquivar esa mirada, concentrándome en los dibujos que los grumos de cemento habían esculpido en el suelo a mis pies. 

El hombre caminó hasta situarse a mi lado, mientras introducía su mano en el bolsillo interior de la chaqueta que llevaba puesta. Durante unas milésimas de segundo, le miré a los ojos y comprendí todo. Comprendí los resultados de mi último analísis médico, comprendí lo que significaba dejar de ser útil para ellos por haber contraído esa temida enfermedad.  Comprendí que en ese mismo momento y lugar iba a ser asesinada. 

Mi muerte fue rápida e indolora. La bala se alojó en mi cráneo, acabando inmediatamente con mi corta vida. Acabando con una vida anónima, dolorosa, hundida en el océano del miedo y del sufrimiento. Muchas veces me planteo si no me habrá hecho un favor poniendo fin a mi tortura. Ahora me encuentro en un lugar en ninguna parte, donde el tiempo ha dejado de pasar y el paisaje se halla sumido en una eterna primavera. Desde aquí, sentada en un columpio idéntico al que fue mi patíbulo, observo, impotente, el mundo terrenal. 

Cada año, veo miles de niñas siendo secuestradas, apartadas de sus familias y obligadas a prostituirse. 

¿Durante cuánto tiempo vamos a dejar que esto siga siendo así?  

 


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