El plagio

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La historia que os voy a referir la contó un compañero durante la sobremesa de una comida de Navidad de la Editorial en la que trabajo; por lo tanto, no puedo asegurar su veracidad, más bien dudo de ella, pero me causó tal impacto que no he podido evitar contárosla. De eso hace algo más de dos años.

El caso es que un escritor novel, al que llamaré en lo sucesivo Gabriel, no lograba darse a conocer por mucho que lo intentaba. Las Editoriales a las que acudía con sus manuscritos los rechazaban sin contemplaciones. Cuando ya se daba por vencido, después de varios años en el dique seco de los escritores fracasados, se le presentó una oportunidad única, que no dejó escapar sin pensar en las consecuencias de su acto.

Un día, navegando por la blogosfera, dio con un blog de relatos titulado Relatos inimaginables, cuyo propietario se identificaba como El Relator. La última publicación databa de cinco años atrás. El blog estaba, por lo tanto, inactivo. No hubo forma de identificar al autor. En Google, ese nombre le llevó a un perfil en Facebook que pertenecía, sin duda, a ese escritor, pues todas sus publicaciones eran relatos compartidos del blog que Gabriel acababa de descubrir. La última compartición llevaba la misma fecha que el último relato publicado en el blog. Así pues, ambas plataformas habían quedado congeladas al mismo tiempo. Cinco años era mucho tiempo. ¿Qué le había pasado a El Relator para que hubiera enmudecido de ese modo? Los datos en su perfil de Facebook solo indicaban su sexo, Varón, y su fecha de nacimiento, 1950. Tendría, pues, setenta años.

Gabriel se planteó dos posibilidades: que, por su edad, no estuviera en condiciones físicas o mentales para seguir escribiendo, o que hubiera fallecido, y su esposa o hijos, si los tenía, no habían pensado o sabido cerrar el blog y su cuenta en Facebook. Por si acaso, le envió un mensaje por Messenger y también dejó un comentario en su último relato publicado. Si en un plazo razonable no recibía respuesta por ninguno de esos dos medios, daría por sentado que ese hombre ya no existía, por lo menos públicamente.

Sus relatos eran maravillosos, realmente inimaginables, como los había bautizado en su blog. Lo más increíble era que sus seguidores eran muy escasos y los comentarios que habían dejado todavía más. ¿Cómo, un escritor de ese talento era tan ignorado? Debió haberse sentido tan frustrado como él —pensó Gabriel. O más, pues él, en comparación, era un simple aprendiz.

Leyó y releyó sus relatos y cada vez se sentía más maravillado. Había oído hablar de autores que solo lograron ser reconocidos tras su muerte, cuando alguien había descubierto casualmente sus escritos y su gran calidad literaria. Y Gabriel era uno de esos descubridores. Si El Relator, o como se llamara en realidad, tenía familia, también era posible que desconocieran su afición escritora. Quizá era una persona solitaria e introvertida que mantenía su afición en secreto. Y de haber fallecido, después de cinco años sin que nadie hubiera prestado atención a sus publicaciones, sus escritos estaban ahora al alcance de cualquiera.

Tras darle muchas vueltas al asunto, la codicia de Gabriel hizo que viera en esos textos, prácticamente anónimos, un botín precioso que le podía abrir las puertas a la fama. ¿Qué Editorial podría negarse a publicar una recopilación de relatos tan extraordinarios como aquellos?

Durante los siguientes días, se dedicó a copiar, uno por uno, todos los relatos de aquel blog caído del cielo, e hizo una selección de los que, a su juicio, eran los mejores.

Los treinta relatos elegidos eran realmente espeluznantes. Nunca antes había leído algo igual.

El caso es que, al cabo de un año —no le resultó difícil convencer a una Editorial de cierto prestigio especializada en el género fantástico— su libro salió a la venta. Fue un éxito rotundo, como era de esperar. Si la Editorial le pedía una nueva entrega, Gabriel no tendría problema alguno en seleccionar otros treinta relatos de entre los más de ciento cincuenta que había copiado.

Aunque Gabriel hubiera alcanzado el éxito de una forma inmoral e ilegal, no sentía remordimientos ni temor a ser descubierto. ¡Si casi nadie había leído sus relatos cuando, supuestamente, estaba vivo! ¿Quién podía descubrirlo?

La primera tirada se agotó más rápidamente de lo esperado. Todos sus amigos y conocidos le felicitaban y alardeaban de conocerle. Se sentía, por fin, feliz.

Pero esa felicidad se tornó en angustia tan pronto como empezó a tener unas horribles pesadillas. Unos seres horripilantes le querían dar caza, los mismos que formaban parte de los relatos publicados. Pensó que esas pesadillas eran fruto de un remordimiento inconsciente y que desaparecerían con el tiempo. Pero persistían y cada vez eran más intensas. Por fortuna duraban muy poco, pues despertaba casi de inmediato. Entonces empezó a padecer insomnio. No podía, o no quería, dormirse por temor a esas pesadillas recurrentes. Acudió al médico y este le recetó un potente sedante. Contrariamente a lo esperado, ello fue su perdición. Como el sueño inducido fue tan profundo, no logró despertarse en el momento más álgido, como solía ocurrirle, acabando siendo presa de aquellos seres.

Cuando despertó, a la mañana siguiente, se sintió malherido. Las sábanas estaban revueltas y cubiertas de sangre. Corrió al baño. La imagen que le devolvió el espejo le sobrecogió; era la de alguien que parecía haber sufrido un ataque despiadado. Grandes moretones, multitud de arañazos, cortes profundos, mordiscos, y desgarros cubrían todo su cuerpo. La sangre manaba profusamente. Se desvaneció, golpeándose fuertemente la cabeza. Estuvo inconsciente varias horas.

 

Su psiquiatra le dio una explicación muy distinta a la que él le había ofrecido. ¿Cómo podían haberle hecho eso unos seres que no estaban más que en su imaginación? Probablemente había sufrido un brote psicótico. ¿Había antecedentes en su familia? ¿No?

Gabriel estaba convencido de que aquello había sido real, una venganza en toda regla. Los seres que había engendrado la mente del escritor plagiado, se habían conjurado para hacerle justicia.

Acabó contándoselo todo a su terapeuta. ¿Pero de qué blog y de qué escritor me está usted hablando? Todo está en su mente, créame.

Tan pronto como llegó a casa, Gabriel buscó a El Relator, tanto en su blog de relatos como en su perfil de Facebook. Desde el plagio, no había vuelto a hacerlo, por vergüenza o por aprensión. No obtuvo ningún resultado. Había desaparecido sin dejar rastro. No era posible. Mientras insistía, una y otra vez, perplejo, en esa infructuosa búsqueda, sintió un escalofrío en la nuca y oyó a sus espaldas una voz ronca que le decía: «¿De verdad creías que esto quedaría impune? A mí nadie me roba nada, ni vivo ni muerto». Acto seguido, una garra le oprimió la garganta con tal fuerza que perdió el sentido.

 

Ahora se dedica a escribir relatos fantásticos en su habitación del psiquiátrico donde lleva ingresado un año. Sus escritos, en opinión de quienes los han leído, tanto residentes, celadores y médicos, son excelentes y merecedores de ser publicados. Cuando se lo comentan, Gabriel sonríe maliciosamente y dice que una voz en su interior se los dicta. Es El Relator, afirma. Nadie sabe quién es ese, pero le devuelven la sonrisa, condescendientes.

Creo que le haré una visita. Podría escribir una historia sobre él y lo que le ocurrió. Si resulta ser como la contó mi compañero, espero que la Editorial me la publique. Y si no, la publicaré en mi blog.


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