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Los tripulantes de la nao portuguesa observaban, con ojos depredadores, el grupo de indias desnudas en la orilla de la playa del nuevo mundo, e instaban con insistencia al capitán para que autorizara el desembarque inmediato. Ya se imaginaban inmersos en un banquete dionisíaco que duraría desde el mismo instante en que pisaran las arenas blancas hasta el amanecer del día siguiente y más allá incluso. Pero el capitán, amigo de la cautela, no podía arriesgar por un arrebato del instinto la vida de sus hombres y la suya propia, puesto que a él también lo habitaba el mismo lascivo deseo de poseer sexualmente a las salvajes; porque bien podían caer en una trampa, donde las indias, como carnada bella y desnuda, los atraerían a la muerte segura.
Entre los marineros había un joven corpulento, bello, apuesto y temerario, que, más que los otros, instaba al desembarque. De pronto el capitán tuvo una idea.
¿Te animas a intentar parlamentar con ellas, Nuno?, le preguntó el capitán, sabiendo que el intrépido mozuelo aceptaría el desafío sin necesidad de reiterarle la pregunta. En efecto, Nuno, ansioso para arrojarse sobre aquellos cuerpos hermosos y listos para ser poseídos por el dios que venía allende el mar, no se hizo rogar y se lanzó a las aguas. Remó con la urgencia de los deseos y en poco tiempo alcanzó la playa. Los tripulantes, envidiosos por no ser cada uno de ellos el primero a caer en los brazos de las indias, lo vieron ser rodeado y acariciado por todo el cuerpo como si se tratara efectivamente de un dios viviente, pero enseguida las caras se les transformaron en piedra oscura. Una de las indias, que estaba detrás del marino, irguió los brazos y le propinó un mazazo en la nuca. Inmediatamente, una horda de indios emergió de entre las matas que bordeaban la playa, cargando palos y troncos con los cuales encendieron la hoguera donde el infortunado marino fue asado, y el banquete canibalístico duró hasta el amanecer y más allá incluso.
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