Las calles suenan a vida. Oigo los susurros de docenas de historias que se entrelazan entre sí; aun sin conocerse, son el aliento de nuestro día. Mientras camino, me empapo de ellas: veo al señor con gabardina elegante y sombrero negro que mira el reloj con prisa mientras ultima un adiós a su vecino; la chica de la mochila de colores vivos, que mira el móvil nerviosa mientras habla con su amiga con el manos libres; la anciana cabizbaja de aspecto entrañable con su carrito de la compra azul marino y ruedas grises, que aparta un poco su chaquetón verde apagado de su boca para saludar a un joven esperando en el estanco… Pocos se dan cuenta del pulso en las calles, imposible de definir con palabras.
La parada del bus es ese lugar donde me planto y siento como fluye el tiempo. Los ritmos de la gente marcan el paso de las horas y los años. Allí de pie, no juzgo, no pienso, no entiendo. Solo siento, me dejo llevar. Una voz conocida me despierta con un efusivo saludo. Es mi compañero de aventuras de ese lugar. Nuestras vidas se juntan cada mañana para charlar mientras esperamos nuestros respectivos autobuses. Me dispongo a formar parte de la vida una vez más.
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