Incluso el ruido del tren se quedó bajo cuando escuchamos el crujir de sus huesos. Se le tropezaron las piernas, o las agujetas de los zapatos maltrechos, nunca lo sabremos, pero no alcanzó a subir.
Ni siquiera gritó. No quiso espantarnos o alertar a los miembros de la mafia que rondan a esa hora para atrapar migrantes y ponerlos en militancia obligatoria del crimen.
Lo recuerdo clarito: apretando con sus dedos engarrotados lo que le quedó de las espinillas, quitando apurado la tierra que se le revolvía con la sangre… tal vez para amainar el dolor un poco. Se mordía los labios y sollozaba con la furia de la derrota.
El silencio húmedo y nervioso se confundió entonces con el sudor salitre que nos escurría de la frente. Y nadie dijo nada, porque era inútil.
Ahí lo vimos por vez última, a expensas de la maleza y los moscos carnívoros. Tal vez alguien lo encontró y tuvo la humanidad de devolverlo a casa.
Ahora estará contemplando todas las tardes el Yankee Stadium que tiene rotulado a mano en el techo de su recámara.
El delirio de la vida cruda y el sueño.
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