Salió de casa bajo una lluvia torrencial. Abrió el paraguas y se sentó a los pies de un monumento situado en mitad del parque. Estaba tan impaciente que no notaba que el agua le empapaba las piernas. Esas piernas que le hubieran podido proporcionar la fama.
Desde bien pequeña, el ballet había constituido toda su vida… hasta que lo conoció.
Ella tenía ambición, alegría y toda la pasión de sus 21 años. Él, con 43, la certeza de un matrimonio roto y una hija que apenas veía.
Se conocieron en el gimnasio. Elena, con un cuerpo escultural enfundado en un maillot rojo, llevaba su largo pelo rubio recogido en una coleta. Carlos, procurando disimular el abultado volumen de su barriga, vestía unos pantalones cortos negros que exhibían unas piernas algo torcidas, musculosas y peludas.
Cuando, casualmente, se encontraron en el parque, Carlos invitó a Elena a un café en un cercano bar. Allí le habló de su mala situación familiar: su mujer no le entendía y su hija hacía lo que le daba la gana sin que nadie pudiera pedirle explicación alguna.
Ella le habló de su pasión por el baile y de sus proyectos.
A él le atrajo su arrolladora alegría y su despampanante figura. A ella la cultura que desplegaba Carlos, cultura que albergaba todo tipo de campos. Leía mucho y era capaz de hablar sobre literatura, historia o música frente a cualquier erudito mostrándose muy desenvuelto.
Empezaron las citas, los encuentros en hoteles. Sincronizaron sus relojes para que, cuando no pudieran reunirse, pensarían el uno en el otro justo a las 12 del mediodía.
Por su trabajo, él fue destinado a un país árabe y pidió a Elena que lo acompañara por lo que debía renunciar a su pasión, el ballet.
A sus 23 años le pudo más el amor que sentía por aquel hombre que su propia carrera.
Durante dos veranos fueron felices en aquél desértico país. Carlos ganaba mucho dinero y la agasajaba con continuos regalos. Un día un collar, otro un anillo con un diamante… El detalle más entrañable lo tuvo cuando le trajo una cajita de música con una diminuta bailarina que daba vueltas al abrirse la tapa mientras se oía una melodía. Una doliente sonrisa se dibujó en el rostro de Elena.
Pasado ese tiempo, tuvo que reincorporarse a su puesto en España.
Regresaron. Tenían una casa de madera en las afueras de la ciudad en donde se alojaron. Esa misma tarde, su hija le llamó. Quería hablar con él.
Tras la reunión, Carlos regresó intentando disimular su euforia. Su esposa y su hija querían volver a intentarlo. Ser una familia unida como lo había sido cuatro años atrás. El trató de mostrarse juicioso e intentando no ver todo el daño que le estaba infringiendo a Elena.
Se despidieron para siempre. Carlos se iría de aquella casa y de su vida. Ella le devolvió los objetos que le había regalado, incluso la caja de música. Ya no la quería. Solo le pidió que justo a las doce detuviera el coche y abriera la caja de música como último pensamiento hacia ella.
Allí se encontraba. Bajo el paraguas blanco y con las piernas mojadas. Miró la hora contando los segundos que restaban para las doce en punto. Cinco, cuatro tres… Y sonrió. Imaginó a Carlos saltando por los aires. Ella le había dado su vida. Hoy le tocaba pagar a él…
Al día siguiente, los periódicos se hicieron eco de la inesperada muerte de un conocido empresario llamado Carlos Fuentes, por una inexplicable explosión en el arcén de la carretera. Debajo de los restos del coche había una diminuta bailarina de plástico.
Todavía no están esclarecidos los hechos.
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