Una leyenda asegura que las perlas son lágrimas de la Luna.
Acababan de recibir una partida de libros en «La Jaula de los Leones». Tocaba la tarea de incluir los nuevos títulos en el archivo informático y colocarlos en sus estanterías correspondientes. Se trataba de una librería no muy grande, pero muy cuidada. Inés, una joven empleada, se encargaba de ubicar cada libro según su temática. Le encantaba su trabajo y respondía con prontitud, amabilidad y un punto de timidez a todos los que entraban en el establecimiento preguntando por algún ejemplar. En su mesa, colocados con pulcritud, se encontraban el ordenador, un cubilete con bolígrafos y un cuaderno, además del libro que en aquél momento estaba leyendo. Tras ella, una reproducción del cuadro «La Joven de la Perla» de Vermeer.
Estaba ocupada con todo ese jaleo de libros nuevos cuando él entró.
Jorge tenía un carácter desenvuelto y una rápida sonrisa. Un auténtico vendaval de simpatía. Era de ese tipo de personas que se asemejan a los gases: cuando entran en una habitación ocupan todo el espacio. Se encontraba en Pontevedra de paso.
Se acercó a ella y le pidió un libro de novela histórica
— ¿Ha pensado usted en algún autor concreto?—preguntó Inés
—Pues, si le quiero ser sincero, señorita, no tengo ni la más remota idea de literatura. Va a ser el cumpleaños de mi hermana y quiero llevárselo para cuando vuelva a casa. ¿Qué me recomienda?
Le habló de unas cuantas obras que ella misma había leído y juzgaba que eran amenas. Se llevó una biografía novelada sobre Alfonso X.
A los tres días y faltando unas horas para coger el avión, Jorge volvió a la librería.
—Tenía usted razón. Es una novela interesante y para nada aburrida. Igual compro otro para leerlo en mis ratos libres.
Miraba a la empleada y ella contemplaba los ojos de intenso color azul de Jorge quien, al notar la profunda mirada de ella, dijo:
—Es lo que pasa cuando un aragonés ve por primera vez el mar. Se pasa horas y horas observándolo y el mar acaba tiñéndole las pupilas.
Inés, con rubor, bajó la cabeza y tecleó.
Hablaron durante unos minutos y él se llevó otro libro recomendado por la librera.
Pasaron los meses y una mañana Jorge entró por tercera vez en la biblioteca.
— ¡He leído dos libros en un año! Usted ha conseguido lo que mi madre no ha logrado jamás. Además, vengo a hacerme con otro. ¿Cuál va a ser esta vez?
Después de hablar sobre el libro recomendado por ella, que por supuesto Jorge adquirió, le preguntó.
— ¿Podríamos seguir comentando sobre la novela cuando usted salga de trabajar?
Inés aceptó.
Fue la primera de sus citas. Él tenía un mes de vacaciones y decidió que Pontevedra no era mal sitio donde pasarlas.
Ella supo de las bellas montañas que habían visto nacer a Jorge, de su pasión por el mar y de su afición por el submarinismo.
Jorge conoció el gusto de Inés por la literatura, la alfarería y su fascinación por las perlas. Lo suyo no era una cuestión de lujo. Era el brillo, la textura y la magia de su creación lo que le atraía.
Poco a poco iban sintiéndose más a gusto estando juntos.
Aquella tarde, después de salir del cine, y ya en casa de Inés se amaron por primera vez.
Cuando el mes estaba a punto de expirar, Jorge le prometió volver con la más bella perla que pudiera encontrar de su próximo viaje a Australia justo para dársela el día de su cumpleaños.
Ella regresó a su trabajo. Recibía muchas cartas y llamadas de teléfono desde los diferentes países que él visitaba por su trabajo.
Al cabo de dos meses, cuando Inés supo que esperaba un hijo y ardía en ganas de contárselo, las llamadas y las cartas cesaron.
Un periódico recogió la noticia de un buceador español muerto cerca de unas rocas en el océano a orillas de Australia mientras capturaba ostras perleras.
Transcurrieron las semanas. Ese día cumplía 25 años. Se dirigió a contemplar ese mar que él tanto amaba. El cielo tenía un curioso color entre blanco y gris y, por primera vez en su vida, vio nevar en Pontevedra.
—Son perlas caídas de cielo—dijo con una sonrisa.
Él cumplía su palabra, pensó.
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