Según me contaban, lo había plantado un antepasado hacía muchos años. Era un roble de porte magnífico, testigo mudo de todos los avatares que se producían en nuestra familia: bodas, nacimientos, óbitos… Sufridor obligado de juegos infantiles y también cuando me rompí el brazo al caer de una de sus ramas. Era en fin, uno más de la familia. Tanto es así que todos nos referíamos a él como «El tío Quercus». Hogar de multitud de pájaros y punto de alimentación de ardillas, daba sombra a un banco del jardín.
Mi tía Felisa, hermana de mi padre, contrajo matrimonio hacía una década y pasaba con su marido, Raúl, temporadas en la finca. Fue durante una de estas estancias cuando todo comenzó.
Una tarde mi padre recibió la llamada angustiosa de Raúl. Mi tía Felisa había desaparecido. Nos desplazamos toda la familia hasta la finca para tratar de ayudar en la búsqueda y para confortar a mi preocupado tío. Algunos lugareños mencionaron la presencia de un merodeador cuando ocurrió la desaparición, otros la relacionaron con la gira de un circo ambulante por la zona en aquellos días, pero nada acababa de esclarecer los hechos. Pasaban los meses y el misterio iba pasando a un segundo término.
Hace dos años, mientras paseábamos por el jardín, algo brillante en el suelo llamo mi atención. Al acercarnos descubrimos el collar que siempre lucía mi tía. Llamamos a la autoridad competente. Tras varias semanas de análisis químicos y médicos mi tío fue detenido como sospechoso de asesinato.
Nuestro «tío Quercus» había hecho emerger con sus raíces el cuerpo de la desdichada Felisa haciendo que su asesino pagara por el crimen de un familiar… suyo.
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