Tomé sus ojos con los míos aquella noche de verano.
Recuerdo, como una imagen lejana pero profunda, que sus labios me respondieron sin que yo pudiese poner remedio a tal ataque. Me besaron con locura cuando y mientras mi razón intentaba explicarme qué estaba pasando. Sus manos se apoderaron de mi cuello y mi alma se aplastó bajo el liviano peso de su cuerpo de mujer. El mundo, en ese preciso instante, se me presentó como un arca henchida de fortuna.
La sirena me devoraba mientras la oscuridad se cernía tiernamente sobre mí, contagiándome de un sueño profundo. El sudor de mi cuerpo, espeso y escurridizo, me empapaba el pecho. Los pulmones que había en mi interior respiraban el aire insuflado por los besos de aquella mujer desconocida.
A lo lejos oía un susurro ajeno a mi fantasía: un murmullo que, vertiginoso, parecía suceder en un plano paralelo. Los destellos de las luces de las estrellas bailaban rodeándome, apagándose de tanto en tanto, encendiéndose de cuando en cuando.
A este tiempo, la sirena me devoraba, embriagándome con sus labios, sus manos y su cuerpo. Era tan satisfactorio que mis ojos estaban cegados por la felicidad.
Sólo unos minutos después, cuando me sacaron, a trompicones, de la ambulancia, me percaté de que mi pecho estaba completamente ensangrentado y de que una mascarilla me proveía el oxígeno de una bombona.
Mis ojos se cerraron cuando el sonido de la sirena se apagó.
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