La justicia

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¿Qué es la justicia? ¿Y un mundo justo? Sería aquel en el que existe un sistema de recompensa y castigo según cómo eres. Cada individuo recibe lo que se merece según un principio moral basado en lo entendemos como el bien y el mal. Los justos prevalecen; los injustos caen por sus propias convicciones o acciones. ¿Qué pasa cuando la realidad nos golpea en la cara y nos hace cuestionar este esquema? Entendemos que algo está mal, que hace falta poner orden en este caos intolerable. Que la justicia del hombre tome las riendas de los desechos que la divina o natural no puede controlar. Se agrupan todos los elementos —tangibles o no— con etiquetas de bueno y malo. Y se ponen estas etiquetas en cada hecho observable buscando una identificación de la naturaleza de éste, rastreando una posible injusticia. Se corrige dentro de lo posible. Este sistema, en un consenso de las diferentes fuerzas, opiniones, y divisiones de individuos dentro de una sociedad libre y civilizada, lleva a una realización cercana de la idea que tenemos de la justicia.

Pero si nos dejamos llevar por el corazón y la inmediatez para identificar y corregir estas injusticias, tenemos un sistema frágil. Capaz de lo mejor y de lo peor. Un manantial de agua impoluta rodeado de contaminación. Peligra su propia naturaleza. Creemos saber lo que es justo y no tenemos dudas de ello. Sabemos ponerle etiquetas a todo y hacer pagar con las herramientas a nuestro alcance a aquellos que se lo merecen. Lástima que la vida no funcione en términos absolutos y, más bien, trabaje en una escala de grises. Nuestra visión y ojo crítico, sin embargo, sí lo hace. El precio a pagar es la intolerancia contra personas que no se adecuan a la idea del bien común según la mente colectiva.

Estamos de acuerdo en que existen hechos deleznables, lejos de cualquier justificación y defensa de los mismos. Y el odio que promueven es denunciable. Pero el odio hacía los que lo procesan y su uso para impartir justicia rápida, ajena a las instituciones, puede derivar en algo que pasa inadvertido. Pues el odio es un veneno, cuyo origen no es fácil de detectar y cuando se vuelve evidente ya está extendido en todo el cuerpo. Es una gota de tinta en un vaso de agua, una ondulación que empieza al tirar una piedra a un lago. Como un geniecillo que te susurra al oído cuando nadie mira y enmascara la semilla del odio mediante palabras gentiles. El riesgo moral de tener grupos denominados justos e injustos según unas creencias y, colocar a personas e ideas en unos u otros de una manera veloz y altamente cambiante, basándose en una visión de extremos, puede llegar a crear una paradoja peligrosa: un mundo más justo que nunca es también uno más injusto. Llegando a estar bien visto el odio hacía alguien que se considera que odió en primer lugar, defendiendo —cuestionable en muchos casos— algo con la etiqueta de malo.

En un mundo así, nadie tiene el valor de desviarse de lo correcto y proponer sus própias ideas u opiniones: el miedo a lo que le harían es mayor que sus convicciones y sentido interno de la justicia.


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